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Benidorm, en primera persona

Hotelera al frente de un sueño familiar

Gestiona uno de los hoteles pioneros que se levantaron a finales de los 50 en la primera línea de Levante

María José López Moncho en la recepción del Hotel Brisa, ubicado en primera línea de la playa de Levante desde su apertura en el año 1959.

¿Ha soñado alguna vez que vivía en un hotel? Quizás lo imaginó como unas vacaciones eternas en las que todo es relax, diversión y cero preocupaciones. Probablemente, si le pregunta a María José López Moncho (Benidorm, 1964), le dirá que nada más lejos de la realidad. Y lo hará con pleno conocimiento de causa. Porque su historia y la de su familia materna están indisolublemente ligadas a uno de los hoteles nacidos del «boom» del turismo en Benidorm: el Brisa, un pequeño establecimiento de cinco alturas y 70 habitaciones enclavado en primera línea de la playa de Levante, que mantiene una ocupación media todo el año que rara vez baja del 90%.

Corría el año 1865 cuando sus bisabuelos acordaron poner en macha en lo que hoy es el Paseo de la Carretera uno de los primeros alojamientos de huéspedes del municipio, el Hostal La Mayora. Entonces, nadie podía imaginar que aquel pueblo acabaría convirtiéndose en una de las principales ciudades vacacionales de Europa. A principios de los años 50, con el relevo en manos de Jaime y María, abuelos de María José, La Mayora cambiaría su antigua ubicación por unos terrenos al principio de la playa de Levante. Pero sus propietarios tenían aspiración de ampliar el negocio. Y así llegó el Brisa.

«Compraron los terrenos y la gente les decía que estaban locos. "Pero ¿cómo vas a poner un hotel allí, tan lejos no irán los clientes"». No lo estaban. Aunque las dudas iniciales de sus allegados tenían cierta lógica. En 1959, cuando este pequeño establecimiento abrió sus puertas, la avenida del Mediterráneo aún estaba en trámite de urbanización y en el Rincón de Loix, donde está el Brisa, «no había nada. Al lado del hotel, una charca; al otro lado, la que después fue casa de Martínez Alejos; y, enfrente, la caseta donde guardaba los trastos de la Almadraba el Ti Nadal».

Pese a este «aislamiento» del entorno, su abuelo tenía claro lo que buscaba: «Quería que los clientes que venían al hotel vinieran en coche, porque en aquella época era la gente que tenía dinero, sobre todo madrileños y alcoyanos». Y funcionó. Hasta tal punto que, sólo tres años después, tuvieron que hacer la primera reforma casi obligados por las circunstancias: «Thomson les dijo que si hacían una piscina, les traería clientes extranjeros durante todo el año. Así que se pusieron manos a la obra y el verano siguiente ya la inauguraron. Frente al mar, en el mismo sitio que ahora», recuerda.

La muerte de su abuelo en aquellas fechas llevó a María a ponerse al frente del negocio, respaldada por Pepe y Pepita, padres de María José. Con ellos se repetiría la historia. El fallecimiento de su padre en 1983 y años más tarde el de su hermano Jaime, en 1995, marcarían lo que María José no duda en definir como un «matriarcado en toda regla: primero mi bisabuela, mi abuela, mi madre y después yo. Ahí hemos estado todas las mujeres de la familia, dando el callo para sacar esto adelante», afirma orgullosa.

Ciertamente, fue ese capricho del destino que se llevó a su hermano demasiado pronto el que quiso que María José acabara en el hotel. «Lo mío siempre había sido la danza. Era lo que más me gustaba y a lo que quería dedicarme. Pero, al morir mi hermano, estuve compaginándolo hasta que en 1998 decidí que tenía que dedicarme en cuerpo y alma al hotel. Sabía lo que mis abuelos y mis padres habían trabajado para llegar hasta aquí y no podía desentenderme. Así es como me educaron y como yo he intentado educar a mis dos hijos, Jaime y María: que trabajen en lo que quieran y les haga felices, pero que el hotel lo conserven. Y creo que lo harán», se atreve a vaticinar.

Cuando se puso al mando, contaba con una ventaja: nadie tenía que explicarle de qué iba aquello. «Desde pequeña había hecho de todo en el hotel: planchar servilletas y sábanas en el rulo, servir cafés cuando en la primera huelga se fueron todos los trabajadores en plena Semana Santa, jugar en la centralita a pasar llamadas,... Yo he vivido y he crecido aquí». Dispone de otro plus añadido. Aunque ella dejó hace años de vivir en el Brisa, su madre sigue teniendo su residencia en el ático del edificio. «Y pasa todas las mañanas por los pisos cuando están las camareras, entra en el comedor a supervisar el bufé,... Aunque yo dirijo la empresa, ella sigue siendo la "jefa suprema" y me dice si todo va bien, si hay que regañar a alguien...», dice entre risas.

En el año 2011 se embarcó en una de las reformas más gordas que se han llevado a cabo en el establecimiento. «Sí, hicimos la obra en plena crisis. ¿Miedo? Un poco, pero pensamos que era entonces o nunca y tuvimos la suerte de que un banco nos apoyó». En aquella remodelación, la empresa invirtió cuatro millones de euros para dejar en pie sólo el esqueleto del hotel que levantaron sus abuelos hace ahora casi 60 años y hacer otro prácticamente nuevo. La modernización de las instalaciones les permitió elevar su categoría hasta las cuatro estrellas y, además, mantener el listón que venían demandado sus clientes: «Hay que intentar ofrecerles cada vez algo nuevo», mantiene.

Pero hay muchas cosas que no han cambiado. Por ejemplo, mantienen el servicio de lavandería, que en muchos hoteles ahora se contrata a lavanderías industriales: «Cambia hasta el olor y yo sé que como planchan las sábanas mis chicas no lo hace nadie», afirma. También la plantilla es prácticamente la misma desde hace décadas, como los recepcionistas Isidoro y Alfonso, que empezaron de botones hace 42 años. «El personal es fundamental. Tú puedes poner muchos medios y tener un hotel precioso, pero si la gente no está contenta con el trato, no hay nada que hacer. Aquí se llama a los clientes por su nombre e intentamos que se sientan como si estuvieran en casa».

Y, ciertamente, el ambiente familiar se respira por cada rincón del Brisa. El 65% de sus turistas son repetidores, algunos, incluso, desde hace 40 años: «Empezaron a venir con sus padres y ahora vienen con los nietos». La mayoría «quiere "su" habitación y algunos pasan tres, cuatro y hasta cinco meses en el hotel. Es algo que hemos trabajado desde el principio y lo que más nos preocupa».

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