Para Matilde Gómez, de 47 años y estudiante en la Facultad de Bellas Artes de Altea, dependiente de la UMH, es un lujo poder estudiar esta carrera, ya que además de los 1.200 euros que les cuesta el curso, cada semana se gastan entre 30 y 40 euros en material. A pesar de que el número de estudiantes de dicho grado se ha visto disminuido en los últimos tres años tras los tijeretazos en becas y los incrementos en las tasas, todavía sigue habiendo personas que, cuando llegan a mediana edad, se animan a enfrentarse a estos estudios. Quizá movidos por reenfocar sus carreras laborales o por dar rienda suelta a sus habilidades artísticas. Pero sobre todo por algo fundamental: el amor al arte. Gómez, que no se corta en decir que en el pasado era una «maruja aburrida», ya tenía olvidados sus años dentro del mundo de la publicidad, que dejó de lado para criar y llevar la casa. «Con esta carrera no sólo he desarrollado mi vena creativa, sino que he encontrado un nuevo camino laboral. En cuanto acabe, me pondré a trabajar en un taller de estampación de grabado en Madrid», sostiene.

Tatiana Sentamans, vicedecana del Grado de Bellas Artes, apunta que aunque muchos de estos alumnos se matriculan pensando que va a ser un hobby, «después los ves tan agobiados con las entregas como a los que vienen del instituto». Por otro lado, la vicedecana señala que los estudios de Bellas Artes han cambiado sustancialmente en cuanto a salidas laborales, ya que no sólo manejan el itinerario de artes plásticas, sino que también disponen del de artes visuales y diseño. «Muchas veces nos han llegado estudiantes mayores que pintaban en su casa y les apetecía perfeccionar. Después, aquí, han tenido que pasar obligatoriamente por asignaturas sobre técnicas más actuales, relacionadas con el mundo audiovisual. El caso es que prueban, sin tener ni idea, y te das cuenta de que muchos funcionan genial», resalta.

Pero es que, para Susana Jara, de 42 años, esta carrera no es sólo una manera de desarrollarse artística o profesionalmente. Para ella se trata de un viaje mucho más interior, de ver el mundo de otra manera a través del arte. «Yo provengo del campo de las finanzas y cuando acabe, en este sector, pienso que aplicaré cierta creatividad a mis tareas, aunque estén dentro del ámbito económico. Lo que aprendemos aquí se puede aplicar a todo tipo de disciplinas. No se centran tanto en medirte como artista sino en darte herramientas para expresar lo que llevas dentro», comenta.

Ana Pastor lo vive de manera parecida a Jara. A los 41 años tuvo que decidirse entre coger una plaza de bibliotecaria fija o hacer realidad el sueño de toda su vida. «Mi marido me dijo que prefería que su hija no tuviera una casa con piscina pero sí una madre feliz». Ahora completa sus conocimientos de diseño textil, campo al que se dedicó hasta que cerraron varias firmas en la provincia por la crisis. Pero, sobre todo, se ha sumergido en el mundo que más le apasiona: el de la pintura.

Al que también le ha ido siempre eso del pincel y el lienzo es a Ángel Castaño, aunque lo dejaba para cuando salía de la farmacia y se refugiaba detrás de su caballete. Él, a sus 51 años, no se plantea abandonarlo todo por el arte, simplemente ve esta carrera como una manera de depurar su técnica y llegar a exponer como los artistas de las exposiciones que visita.

La que sí se gana la vida con sus cuadros es Gracia García. Tuvo que cerrar un comercio y su único sustento actual es una pequeña galería de cuadros en Tabarca, en la que vende marinas. «A mí sí me hará mucho daño que me quiten la beca. Si eso ocurre, no podré costear la carrera», dice. Es evidente que no es una estudiante joven cargada de ilusiones. Pero, a su edad, continúa teniendo algunas. Y quizá, seguir manteniéndolas, las hace más valiosas, ya que eso demuestra que no ha perdido algo aún más importante: la esperanza.