Era la época en la que descolgabas el teléfono y le decías a la operadora, "páseme con el 331". Y en seguida podías hablar con el Hotel Colón: no había más de tres dígitos en los teléfonos de Benidorm. Las cocinas eran de carbón y de leña. Había una quincena de hoteles de Benidorm, cada uno de ellos tenía botones y la ropa se lavaba a mano. Los trabajadores dormían en las mismas dependencias donde arrimaban el hombro y al acabar la temporada se marchaban a su pueblo (a Extremadura, a Andalucía). Los turistas eran madrileños, aunque ya se atisbaban ingleses y franceses. Un día, alguien mostró un descubrimiento sensacional: abrió una caja de zapatos y enseñó una merluza congelada.

"Lo de la merluza debió ser por el 63", evoca Rosa Llorca. Dos años antes, el Hotel Colón había abierto sus puertas: los primeros clientes llegaron el 5 de julio de 1961. Como sucede con buena parte de las aventuras que perduran en el tiempo, la del Colón comenzó un poco por casualidad: Eric Maris, el marido de Rosa, rememora que "mi suegro -Felipe Llorca- se dedicaba a calafatear barcos y tenía los fines de semana la casa llena de gente, con familiares y amigos que venían de la huerta; de allí surgió la idea de dedicarse al negocio de los alojamientos".

La primera imagen que ilustran estas líneas pertenece al folleto con el que se promocionó el Colón a principios de la década de los 60. Es verdad que ya en 1956 Pedro Zaragoza había diseñado sobre el papel el Benidorm que se atrevería a tocar el cielo con sus rascacielos, pero la imagen con la que el hotel de Felipe Llorca pretendía captar clientes era aún bucólica, preturística: el rebaño de ovejas en Sierra Helada, las huertas bordeando la carretera de la playa de Levante, la costa indómita de la Cala, la cúpula de la iglesia aún visible desde la lejanía. Destaca, evidentemente, por lo que no muestra: ningún perfil del "sky line", ninguna gran avenida; pero también por lo que empezaba ya a enseñar: apartamentos aún anchos y con pocos pisos, como Las Terrazas; o el hotel Planesia, embrión del Venecia. Aquellas primeras muescas en el paisaje adelantaban lo que vendría: los años de transformación vertiginosa que iban a pasar tan deprisa urdiendo la consolidación de un emporio turístico.

El Colón puede contarlo. Y desde el principio: cuando en los próximos días vuelva a abrir para una nueva temporada, este negocio regido por tres generaciones (Felipe Llorca, Eric y Rosa, y el nieto, Felipe Maris) habrá cumplido 50 años. Y podrá hablar de cuando "los parientes venían al hotel a ver la tele, porque casi nadie tenía aparato en sus casas particulares"; de un chaval que nadie conocía llamado Rafael que se alojó allí para actuar en el Festival de la Música; de cuando a los hoteles de Benidorm se les obligaba a reservar habitaciones para ese festival o para la Vuelta Ciclista o para las corridas de toros; de los trabajadores andaluces y extremeños que acabaron por independizarse del hotel para instalar sus propios bares que hoy dan nombre a algunas de las calles de la ciudad; de la fuga de los turistas ingleses al Rincón de Loix; de la gran reforma del Colón en 1967, "cuando derribamos el primer edificio y construimos uno nuevo, ya que salía más barato que reformar el antiguo"; de la llegada de belgas y holandeses; de la construcción de los grandes hoteles en la década de los 70; del nuevo puerto construido a finales de los noventa; de las guerras de precios y de la dura lucha por la superviviencia de hoteles como éste, orgullosos de ser pequeños "para que al cliente siempre se le conozca por su nombre"; de las palmeras que se fueron elevando en el parque de Elche y que hoy, cinco décadas después, dejan entrever algunos de los rascacielos más altos de Europa, simbolizando casi como en un sueño cómo se puede cambiar tanto en tan poco tiempo.

cómo cambió la ciudad, cómo cambiaron nativos y visitantes. Cómo vamos cambiando todos.

Cuando no todo

el mundo podía permitirse ser turista

En 1961, según el INE, Benidorm tenía poco más de 6.000 habitantes. Esta cifra puede parecer pírrica si se la compara con los 70.000 actuales, pero en realidad evidencia que a principios de los sesenta el turismo había empezado a transformar una ciudad cuya demografía hasta entonces -durante décadas e incluso siglos- estaba estancada en poco menos de 3.000 almas. Eso sí, era un turismo muy diferente al actual: "entonces no todo el mundo podía permitirse viajar y quienes venían necesitaban disponer de un poder adquisitivo importante", rememora Rosa Llorca. En la actualidad, el turismo entiende mucho menos de diferencias sociales, como lo prueba el programa del Imserso. Y el Colón y otros establecimientos de semejante rango sobreviven como pueden "porque no podemos competir con hoteles de 4 estrellas que tienen en invierno precios de 19 euros diarios". Por este motivo, "aunque durante una época abrimos todo el año, ahora sólo lo hacemos durante unos 7 meses". La baza sigue siendo la de los clientes fijos: "gente que te reserva habitaciones dos veces al año", añade Llorca, quien alude a que "esta temporada volverá un matrimonio francés que ha estado en nuestro hotel 70 veces a lo largo de casi cuarenta años".