Los periódicos publicaban días pasados la noticia de que La cena, la película de los hermanos Roca, se había presentado en el Festival de Berlín. Había, por lo visto, una gran expectación por ver la obra. No es de extrañar. Cualquier cosa que ataña al mundo de la cocina despierta hoy un extraordinario interés entre el público. La cocina y la gastronomía han tenido siempre seguidores, pero su número se reducía a unas docenas de personas, connoisseurs, que entendían de la materia y podían opinar sobre ella. Ha sido, de unos años a esta parte, cuando se ha multiplicado la atención del público por estos asuntos, hasta convertirse en el fenómeno actual. El hecho es curioso y resulta difícil de explicar. Yo, al menos, no sabría cómo hacerlo. El caso es que hoy se habla de los cocineros con admiración, y las universidades -tan atentas últimamente a las modas- han nombrado doctores a algunos de ellos.

Una de las consecuencias del fenómeno es que los grandes cocineros ya no se conforman con dar de comer bien a los clientes. Esa pretensión que, unas décadas atrás, colmaba las ambiciones de los Bocuse, Troisgros o Guerard, es vista en la actualidad como una falta de ambición. Al igual que sucede con el modisto, el cocinero aspira a ser considerado artista. El comensal que acude a uno de estos restaurantes no piensa únicamente en comer: los platos que se presentan en la mesa no están destinados a saciar el apetito, sino que aspiran a convertirse en una experiencia. A ser posible, en una experiencia total. Eso es, al menos, lo que pretende El somni, donde los hermanos Roca -mejor restaurante del mundo- propusieron a una docena de escogidos comensales someterse a una experiencia de los sentidos.

Según han declarado los autores, «El somni cuenta las inquietudes, la creatividad y el compromiso con la vanguardia, donde la cocina es el hilo conductor pero también se juntan otras disciplinas que exploran esos límites». Creatividad y vanguardia: ¿no son esas las condiciones de todo arte que se precie? Pero para que puedan ser consideradas arte, es decir, para que el público las acepte como tal, las obras de los grandes cocineros necesitan ser refrendadas en los lugares sagrados del arte. Del mismo modo que la cocina de Adrià fue ungida en la Documenta de Kassel, la de los hermanos Roca -una vez convertida en película- ha peregrinado a Berlín, donde ha sido recibida con honores.

También busca el refrendo de su arte el video artista Bill Viola aunque, en su caso, lo haga de un modo diferente. Viola es un artista de amplia trayectoria que ya conoce el éxito internacional, pues ha expuesto en algunas de las principales salas y museos del mundo. Basta pronunciar su nombre para que los críticos y curadores se descubran con reverencia. ¿Qué le falta, pues, a Bill Viola? Ser reconocido como un clásico, como un gran maestro. Y, ¿cómo se obtiene esa categoría? De un modo muy sencillo, elemental: colgando sus obras junto a las de los grandes maestros del pasado: un diálogo -que es como la prensa gusta en llamar a estas cosas- con los clásicos. En las salas del Museo de la Real Academia de San Fernando, al lado de los Goya, Zurbarán, Ribera, Bill Viola ha encontrado el lugar adecuado para dialogar «con sus precursores», como ha señalado un simpático periodista.