No existe en España un verdadero amor por la cultura; ni siquiera ese respeto hacia ella que uno percibe al viajar a otros países. La situación es comprensible. La cultura no es algo que podamos adquirir por decreto. Es un sedimento que necesita tiempo, atención, cuidados, hasta convertirse un día en ese hábito que impregnará nuestra vida. Los españoles carecemos de esa tradición. Venimos de una dictadura que dominó la nación durante cuarenta años, y la mantuvo en la ignorancia. La huella de aquel periodo permanece entre nosotros: la vemos, ahora mismo, en el comportamiento de nuestros gobernantes que miran la cultura con recelo y la castigan. El ingreso en la Unión Europea, al romper nuestro aislamiento, nos llevó a pensar que habíamos cambiado. Después, el espejismo del dinero fácil, que hemos vivido en los años recientes, abonó esa idea. Pero es difícil que un país cambie y modifique sus hábitos más íntimos en tan poco tiempo. Otra cosa son las costumbres que, como vemos a diario, solemos renovarlas con frecuencia.

Ha bastado una crisis económica para que las cosas volvieran a su lugar. En cuanto el Gobierno necesitó más dinero, una de sus primeras disposiciones fue gravar la cultura. De nada sirvieron las protestas de los afectados, ni las explicaciones de los especialistas que demostraron el escaso montante que supondría la recaudación. No hubo nada que hacer. El Gobierno se mantuvo firme en su decisión. ¿Cuánto dinero ha ingresado la Hacienda Pública con la medida? No parece que haya sido mucho. Desde luego, bastante menos del que hubiéramos obtenido de disponer de una inspección fiscal en condiciones. Pero tampoco entra en nuestras tradiciones que tengamos un régimen fiscal justo. La realidad del país es perdonar los impuestos a las grandes empresas, mientras los aumentamos a la cultura. De ahí que los productos culturales españoles soporten uno de los IVA más elevados de la Comunidad Europea.

Nuestros gobernantes no han querido ver que la cultura, el vasto mundo que gira en torno de la cultura, es también, en nuestros días, una industria. Y una industria que, bien gestionada, puede rendir unos considerables beneficios. Así lo que atestiguan los estudios que se han publicado en diversos países sobre la cuestión. El último de estos trabajos, se ha presentado en Francia, semanas atrás, y las cifras que ofrece son impresionantes. Por sí mismas, bastan para hacernos reflexionar. Según la consultora Ernst Young, la industria cultural francesa movió, durante el año 2011 más de 74.000 millones de euros, y empleó a más de un millón de personas. Es una cifra de negocio superior a la de la industria del automóvil o las telecomunicaciones. En España, sin embargo, se ha impuesto la idea de que nuestra industria cultural formada por unas personas que aspiran a vivir de la sopa boba, o sea, de las subvenciones.