La adquisición, o construcción, de una identidad propia es un asunto tan complejo que permanece pendiente en los asuntos que la Humanidad tiene por resolver, y quizá quede en el cajón de los irresueltos para siempre. Ahora que tanto se habla de identidades, parece que la mejor manera de construirlas es mediante la oposición, mediante la negación de la parte propia que no nos gusta, y da la impresión de que uno puede dejar de ser parte de lo que es mediante una votación. Mientras nosotros seguimos enredados en estos problemas, de Latinoamérica nos siguen llegando novelas que afirman el mestizaje sin falsos orgullos ni bucólicos cantos a la alianza de civilizaciones, como es el caso de la novela que nos ocupa, Nombres y animales, de Rita Indiana.

Los autores latinoamericanos de las generaciones posteriores al boom del Realismo Mágico tenían sobre sí la pesada losa de esa manera de escribir que deslumbró al mundo. El propio Realismo Mágico, o, como lo llamaba Carpentier «Lo real maravilloso» es un movimiento que al tender a la exageración puede caer fácilmente en la autoparodia y en el desgaste del modelo. Por eso, los escritores que siguieron a García Márquez, Uslar Pietri o al propio Carpentier trataron de alejarse de esta manera de escribir, conservando el sustrato básico que les alimentaba: la realidad, en esta parte del mundo, necesita ser contada de una manera como no se ha contado antes. Sin embargo, la fascinación de la «magia» es demasiado poderosa, y pese a la gran cantidad de autores que bajo el paraguas de esa etiqueta han producido obras menores o insignificantes, pero ciertamente exóticas, persiste en magníficos libros como Nombres y animales.

La protagonista, una chica cuyo nombre no conoceremos, vive en el Caribe del año 1992, ocasión que sus padres aprovechan para visitar la Exposición Universal de Sevilla, dejándola a ella bajo el cuidado de su tío y de su clínica veterinaria. Como mandan los cánones de las novelas de descubrimiento, la acción transcurre durante el verano en el que «todo» ocurre: el despertar al sexo, el abandono de la adolescencia de forma abrupta, y el encuentro con la, ahora sí, identidad propia. Rita Indiana parece haber encontrado su voz hace tiempo, y nos ofrece un fresco del Santo Domingo que vivió en su juventud, con un tío que abandona el vudú para abrazar a Buda, y una delirante galería de personajes que pasan por la clínica veterinaria al borde del absurdo, pero siempre dentro de los límites de lo posible. Indiana es, además, música, y eso se traslada al lenguaje con que está escrita Nombres y animales, que además luce un criollo que raya lo ininteligible en ocasiones. Su pasión por la experimentación con las raíces del merengue y los ritmos caribeños en su estado puro, y no como llegan a las discotecas de nuestro país, hace posible que en la novela aparezca una realidad aumentada y en constante movimiento, esencial para conocer cómo es el mundo más allá de nosotros, más allá de los tópicos.