No dejan de hablar los periódicos del futuro del libro. La preocupación es comprensible. El futuro del libro inquieta, sobre todo, a editores y libreros. También, por supuesto, a los autores que son los encargados de suministrar la materia prima a una industria que no acaba de saber cómo enfrentar el porvenir. Y así, resulta que cada uno lo hace a su manera. Los autores escriben obras más breves cada vez, porque los editores no quieren encarecer el precio de los libros. Los libreros, por su parte, reinventan las librerías y las convierten en cafés, en lugares de tertulia para el lector. Los editores -algunos- miran hacia atrás y redescubren la belleza de la tipografía, de las portadas, el blanco generoso de la caja; en una palabra, el gusto del libro como objeto tan diferente de la frialdad de un e-book.

La noticia de que, en los Estados Unidos, el mercado de libros electrónicos frena su crecimiento la recibe Europa con alivio. Es un indicio de que el libro en papel tiene vida por delante, y hay que celebrarlo. Pero ¿no tendemos a hablar del libro como si fuera uno, cuando en realidad son muchos y muy diferentes entre sí? Uno no se acerca igual a un prontuario de ingeniería, que a un libro de cocina o una novela. Mucho menos, al volumen que muestra los fabulosos tesoros de un museo, o los templos de la antigüedad. Cada libro es diferente, aunque algunos editores, atentos sólo al precio, hayan acabado por volverlos todos parecidos.

Javier Celaya asegura que «la reinvención y revaloración del libro como objeto es [...] una apuesta firme de varias editoriales para aportar a los lectores una experiencia diferente a la lectura en pantallas». Es cierto, pero deberemos esperar para comprobarlo. Diego Moreno, el editor de Nórdica Libros, quiere «seducir continuamente al lector para que en lugar de descargar ilegalmente un libro, o comprarlo en e-book, vaya a la librería y adquiera una obra a un precio mayor, esperando encontrar algo más que un buen texto». ¿No será eso esperar mucho Moreno de los lectores? En este cruce de deseos sobre el futuro del libro, la reflexión de más calado, para mi gusto, viene de un librero, Antonio Ramírez, de La Central: «¿Y si el papel fuese algo más que una simple tecnología?».

GALERÍAS Y MUSEOS

Desde hace un tiempo, las galerías de arte tratan de ocupar el lugar de los museos. Su aspiración es poseer la autoridad del museo porque eso supone mucho dinero para su negocio. Los grandes marchantes -los Ropac, los Nader, los Gagosian, es decir, quienes marcan el pulso del mercado- se han dedicado en los últimos tiempos a construir edificios para mostrar sus exposiciones cada vez más grandes. En Nueva York, David Zwirner dispone de tres mil metros cuadrados para exhibir a los grandes nombres del minimalismo norteamericano. En Europa, Larry Gagosian inauguró, el año pasado, en las cercanías de París, una sala hangar donde los aviones privados de los coleccionistas aterrizan directamente para ver las obras. «Trabajamos de manera parecida a un museo -afirma Ropac-. Tenemos el mismo tamaño y procuramos que las muestras tengan el mismo interés y rigor». En esa línea, Gagosian acaba de inaugurar una exposición con obras de Fontana, Lichtenstein, Picabia, Rauschenberg, Twombly o Warhol. Frente al ataque de las galaerías, los museos se encuentran un tanto desamparados. La obligación de acercarse al mundo del consumo, debilita su prestigio, un prestigio que podría acabar, como vemos, en manos de las galerías.