Ojalá viviesen todavía Berlanga y Azcona para brindarnos una nueva tragicomedia de verdugos, cárceles para corruptos y aeropuertos sin aviones. Pienso también en los sufridos espectadores del desaparecido «ente autonómico», que habrán despertado bruscamente de un sueño televisivo, como el protagonista de El show del Truman, y que ahora han sido expulsados al «desierto de lo real».

Las imágenes, ya sean televisivas o cinematográficas, documentales o ficticias, nunca son neutrales. Ya lo advirtió Regis Debray en Vida y muerte de la imagen: «Lo que no es visible, no es». Que el lector ponga nombre a las numerosas ocultaciones padecidas (corrupción, accidente de metro, etc.). De un modo silencioso e inconsciente, las imágenes se infiltran en el pensamiento y pueden llegar a influir en nuestras acciones. Cuando en 1930 se establece el llamado Código Hays, lo que sus promulgadores perseguían es que Hollywood siguiera siendo una fábrica de sueños pero bajo una estricta vigilancia moral. Este sometimiento moral del inconsciente fílmico se basaba en la prohibición de películas que pudieran «disminuir la moralidad de los espectadores».

Hoy en día la batalla por las imágenes ya no es tanto moral (al menos en Occidente) como política. En su obra Dialéctica de la Ilustración (1944) los filósofos alemanes y judíos, Adorno y Horkheimer, exiliados en Estados Unidos tras la llegada al poder de Hitler, se mostraron muy críticos respecto al profundo carácter ideológico que latía tras los fotogramas de muchas de las películas de Hollywood. El cine para ellos era un arte que, en tanto que medio de comunicación de masas, se hallaba supeditado a la tecnología y al poder económico. La «industria cultural» acaba desfigurando el valor propio de una obra de arte, exponiéndola a una lógica mercantil e ideológica. Así Adorno y Horkheimer consideraban que muchas de las películas norteamericanas de los años 30 y 40 eran portadoras de dos creencias: la ascensión social (todo el mundo puede tener éxito) y la inmutabilidad de las desigualdades (siempre existirán poderosos). Así al espectador se le incita, desde la ficción, a un comportamiento individualista que busque, mediante el esfuerzo, el trabajo continuado como promesa de ascenso social y felicidad. Es una manera sutil de que el ciudadano acepte el sistema social y económico vigente, desactivando su capacidad crítica.

Hay una película moderna a la que podemos aplicar los dos criterios señalados por Adorno y Horkheimer. Se trata de Billy Elliot. Quiero Bailar (Stephen Daldry, 2000). Billy Elliot es un niño de 11 años, hijo de un minero y sin madre, pues ésta falleció cuando él era muy pequeño. Su vida sufre un giro inesperado al conocer a la señora Wilkilson, que da clases de ballet en el gimnasio donde Billy intenta aprender a boxear. El padre y el hermano mayor de Billy trabajan en unas condiciones infrahumanas en una mina, lo cual hace que convoquen una huelga para tratar de mejorar las condiciones laborales. Pero mientras que Billy acabará logrando su sueño individual, la huelga y lucha colectiva acaba fracasando. Las lecturas que se hicieron entonces de la película destacaron, especialmente, el valor del esfuerzo y la superación personal o la libertad para desarrollar la sensibilidad artística con independencia del sexo. Desde una óptima ideológica subyacente a la trama de la película, podríamos establecer dos conclusiones. Primero, el éxito sólo llega al individuo a través de su mérito y esfuerzo, aunque las circunstancias sociales y económicas sean adversas. Es decir, todo el mundo puede tener éxito. Y, segundo, las desigualdades sociales y económicas son inevitables. Ni los dueños de la mina ni el gobierno aceptan las reivindicaciones laborales. Por lo que siempre existirán poderosos ante los que es preferible no rebelarse. En definitiva, sólo hay una utopía que merezca la pena: la del individuo. Los sueños colectivos están condenados al fracaso.

El análisis de Billy Elliot podría ser un ejemplo más de la lista de películas que han seleccionado los editores del libro Cuando las películas votan. En un libro de dieciocho autores diferentes con sus correspondientes películas analizadas, como el que ha coordinado Pablo Iglesias Turrión, resulta inevitable la calidad desigual de las contribuciones. Pero, como espectador, echo en falta una mayor contextualización sociológica en la breve introducción y un orden (temático, conceptual o cronológico) para no perderse en la sucesión azarosa de los capítulos que componen el libro. Por ejemplo, podrían haberse agrupado las películas que perteneciesen a la categoría de cine político: La batalla de Argel (Gillo Pontecorvo, 1966), La estrategia del caracol (Sergio Cabrera, 1993), Germinal (Claude Berri, 1993), En un mundo libre (Ken Loach, 2007) y Todo va bien (Jean-Luc Godard, 1972). Otro apartado podría haber sido la ciencia-ficción y el thriller a través de sus ideologías invisibles: la saga Star Wars, Blade Runner (R. Scott, 1982), Skyfall (S. Mendes, 2012) o Millenium 1 (N. A. Oplev, 2009).

En torno a la publicidad, la televisión, el cine o internet se ha ido creando una poderosa videocracia que exige espectadores críticos. No creo, sin embargo, que la solución pase, como sugiere Giovanni Sartori en Homo videns, por una iconofobia cultural en la que se recomiende huir de las imágenes para buscar refugio en las ideas. Cuando las películas votan ayuda a librarse de esta tentación intelectual. Es cierto que las imágenes no son neutrales pero a veces olvidamos que los conceptos tampoco lo son.