Al incorruptible empresario piurano Felícito Yanqué le envían unas extrañas cartas de extorsión firmadas con una arañita de cinco patas. En Lima La Horrible, el magnate Ismael Carrera, en la octava década de su vida, decide casarse con su asistenta para desesperación de sus hijos, los mellizos: dos arquetipos de la molicie, la maldad y la más soberbia estupidez. Y entre medias, como viejos amigos, Lituma y don Rigoberto. Y hasta el mismísimo diablo, que se llama Edilberto Torres, se aparece en autobuses y discotecas, llora mucho y acosa a un muchachito que por lo demás es un ejemplo de rectitud burguesa y de amaneramiento moral. Y algunas amantes y adivinadoras, algunos equívocos y varios ecos de otras novelas de Vargas Llosa que resuenan como pasos en sordina por las callejuelas de la memoria del lector.

Estas son las piezas que se ponen en juego en Un héroe discreto. Y con ellas el gigantesco arquitecto del relato que es Mario Vargas Llosa construye una pieza ligera, liviana, intrascendente y extraordinariamente eficaz.

Da la sensación incluso de estar escrita en la sala de espera del dentista, con la atención en el hilo musical y solo los dedos puestos en el oficio. Quienes descubrieron a un narrador fundamental para la novela contemporánea en Conversación en la catedral o La guerra del fin del mundo, o quienes cayeron rendidos con la inolvidable farsa de Pantaleón y las visitadoras o se estremecieron en los Andes con una de las primeras apariciones de Lituma es complicado que puedan encontrar esas emociones aquí. Esta novela más bien pertenece a la división menor vargallosiana.

Y es sin embargo una novela impecable en su concepción. Está concebida como pieza de salón o como biblia de telenovela y en ese sentido cumple sin mácula. Además, el lector veterano de Vargas Llosa puede descubrir varios guiños internos, varios premios de complicidad a lo largo de la lectura que le ofrezcan, si acaso, una segunda lectura por debajo de la lectura superficial. Pero no parece suficiente. El problema fundamental del texto es que lo que sucede no está sucediendo de veras. Es decir, hay extorsión, sí, pero hasta el mirón más cándido siente que el peligro que se cierne sobre el extorsionado no es real y que el verdadero interés reside en saber quién de todos los personajes de este divertido cluedo esconde el candelabro tras la espalda.

Por otra parte, la historia está armada a partir de dos tramas paralelas con algunos puntos de simetría, pero el momento en que esas tramas se unan al final se espera con más curiosidad formal que genuina necesidad de saber.

La frialdad que deja el texto al final la da esa ausencia de peligro real sobre los protagonistas. Los giros de trama son eso, giros de trama, no asuntos reales en los que establecer un puente de emotividad entre lector y personajes. Es una novela que nunca permite olvidar que estamos leyendo una novela. Un artificio que se complace en su naturaleza y en el que Mario Vargas Llosa llega incluso a aflojar el brazo en algún caso, a perder tensión. Eso sí, hay autores que ni por esas dejan de ser brillantes. Ni cuando hacen esgrima en pijama.