Se ha repetido hasta el hartazgo que Camus era un filósofo para estudiantes de Bachillerato que no pasaría a la Historia de la Filosofía. Este desprestigio se gestó a partir de la interpretación que Sartre y los suyos realizaron, en la revista Les Temps Modernes, de El Hombre Rebelde (1951). Camus cometió la osadía, el «desacierto» de arremeter contra el comunismo cuando la mayor parte de los intelectuales comulgaban con el marxismo-leninismo, y ello provocó la extensión de la leyenda negativa.Otro «desliz imperdonable» sería su postura respecto a la difícil situación generada en su tierra natal entre árabes y colonos franceses. La defensa de una Argelia federal ligada a Francia no satisfacía a ninguna de las partes, pero a él le parecía la mejor opción para ahorrar «inútiles derramamientos de sangre». Porque ninguna idea política justificaba ni un solo crimen. Porque creía en el diálogo, en el entendimiento, en la convivencia, en la reconciliación. Su tercera «falta» fue regalarnos una escritura sencilla, amena, clara, accesible. No quería ser conocido a través de comentaristas o intérpretes; se dirigía al pueblo para ser leído y comprendido por él. Eso le valió el calificativo de superficial; la profundidad queda reservada para quienes escriben de manera oscura e incomprensible.

Estos tres «errores» serían suficientes para descalificarlo, para minimizar la calidad de sus reflexiones. Sin embargo, aunque de un género especial, y pese a quien pese, Camus era filósofo. Como afirma Michel Onfray en su libro recientemente publicado, L'ordre libertaire. La vie philosophique de Albert Camus, «practica una literatura filosófica y una filosofía literaria» alternativas «a los catecismos de la filosofía dominante». El Extranjero, La Peste, Calígula o Los Justos ilustran la primera; El Mito de Sísifo y El Hombre Rebelde, la segunda. Camus no creía lo bastante en la razón para apuntarse a «ninguna filosofía de la Historia» (El verano, 1954); se reía de los academicismos y la oscuridad; reclamaba su gusto por los existenciales (Plotino, Pascal, Kierkegaard, Nietzsche); y criticaba a los profesores de filosofía y a los existencialistas (Onfray, p. 120). Es cierto: Camus no creó ningún sistema; pero sí estilo. Escribió obras donde brilla una ética de la resistencia; libros cuyo tema principal es la muerte infligida; novelas que expresan la extrañeza del mundo y la falta de sentido; ensayos antifascistas, libertarios? Y toda esa aventura intelectual estuvo ligada, de manera esencial y coherente, a su vida.

En el Discurso de Suecia, tras recibir el premio Nobel de Literatura en 1957, afirmó que las dos responsabilidades del artista comprometido son «la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión». Fiel a esta declaración, desde sus primeros artículos hasta su último libro escribió tanto, ya que le era imposible dejar de verse «arrastrado al lado de lo cotidiano, al lado de los humillados y rebajados, sean quienes sean» (El artista y su tiempo. Crónicas 1948-1953). Suele olvidarse lo joven que murió Camus: tenía 46 años.

En sus Carnets IV, de 1953, escribió: «Solo pido una sola cosa, y la pido humildemente, aunque sé que es exorbitante: ser leído con atención». Atendamos a su petición, acerquémonos a sus obras, y dejemos que palabras como estas nos conmuevan: «Sabemos que vivimos en la contradicción, pero que debemos [?] hacer cuanto sea necesario para disminuirla. [?] Tenemos que remendar lo que se ha desgarrado, hacer que la justicia sea imaginable en un mundo tan evidentemente injusto, que la felicidad tenga algún sentido [?] es una tarea sobrehumana. Pero se llaman sobrehumanas las tareas que los hombres tardan mucho tiempo en llevar a cabo: eso es todo [?]. Lo más importante es no perder la esperanza» (El verano).

Reivindiquemos, pues, al artista trágico que dijo sí solamente a lo que aumenta la vida, y se rebeló contra aquello que la elimina o la subyuga; al pensador interesado en saber cómo conducirnos en el mundo; al individuo que odiaba la mentira, y sentía inclinación hacia la libertad, la justicia, la verdad, porque «el único medio de luchar contra la peste es la honestidad» (La peste).