Según la versión de Víctor Botas, Horacio lo tenía claro: «Levanté un monumento más perenne que el bronce». Sin embargo, en nuestros tiempos de certidumbres líquidas, lo clásico y lo veterano compiten en una lucha sin cuartel por esa categoría dúctil y etérea conocida como la posteridad. Mientras que el premio gordo es la gloria eterna, el de consolación se lo lleva la representatividad histórica. Eternas son, por ejemplo, las pirámides de Egipto, la Capilla Sixtina y la calavera de Hamlet. Históricamente representativas, las latas de sopa Campbell manufacturas por Warhol, aunque tampoco en estas figure al dorso la fecha de caducidad.

Lo cierto es que el paso del tiempo maltrata algunas obras y se muestra sorprendentemente comprensivo con otras, a pesar de los augures y de los agoreros (que no son lo mismo, aunque se parezcan). Hace unos quince años, la masa crítica se entusiasmaba con las sistemáticas pedradas antisistema de Ken Loach, sufría y padecía en sus carnes el neo-neorrealismo de Gianni Amelio, les reía las gracias a los zíngaros de Kusturica, sufragaba los delirios arty de Peter Greenaway y las pianolas mecánicas de Jane Campion, y llegaba al paroxismo con las odas minimalistas de Hal Hartley. Al margen de la consideración que a cada cual le merezcan los nombres anteriores -un atavismo inconsciente aún me invita a salvar a Hartley-, representan estilos y concepciones estéticas de un pasado que se fue para no volver. Así, su encanto depende de esa variante retrospectiva de la nostalgia que es el kitsch, en el mismo nivel jerárquico que el peinado a lo garçon o el sombrero hongo. No obstante, si revisar las películas de Julio Medem -pongamos por caso- es un capricho que solo deberían permitirse arqueólogos de la posmodernidad o hispanistas en apuros, podemos admirar, discutir y enfadarnos alternativamente con Léos Carax, Lars von Trier, Abdellatif Kechiche o Quentin Tarantino. Eso no significa que estos últimos hayan ganado una plaza en el Olimpo; significa, más modestamente, que no han perdido el tren de la historia. Quienes sí nos miran por encima del hombro, como Rossellini, Hitchcock, Truffaut o Billy Wilder, también hablan con nosotros, aunque su charla se parezca al diálogo mediúmnico que Quevedo mantenía con su biblioteca desde la Torre de Juan Abad: «vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos».

Podría aducirse que el ejemplo cinematográfico no es del todo inocente, pues la alta velocidad de ese «oficio del siglo XX« -como lo bautizó Cabrera Infante- impide la sedimentación cultural que favorecen otras artes. Sin embargo, tengo para mí que tal premisa tiene más que ver con el respeto que nos infunden las otras artes que con la evidencia empírica. Las modas de distinto pelaje no conocen géneros ni fronteras: hay modas pictóricas (como el fovismo), cosméticas (como el bótox) y hasta poéticas (como el neosurrealismo). En esta época de recuentos y listas finianuales de lo habido y por haber, a casi todos los que nos dedicamos a este mester nos toca elegir, votar y discernir. Ya se sabe que cualquier top ten provoca alborozo: véase la polvareda levantada por la lista de los diez mejores libros de poesía de los últimos 35 años que promovió la revista Quimera hace unos meses, y eso que se trataba de una selección consultada. En esta tesitura, lo difícil es seguirles la pista a aquellos candidatos a clásicos contemporáneos, esos que aspiran a quedarse para la eternidad y un día. Que, por cierto, es el título de una película -históricamente representativa- de Theo Angelopoulos.