Todos llevamos una ciudad con nosotros. Una ciudad que se corresponde con el lugar donde uno ha aprendido a hablar, a leer, a mirar el paisaje, ha conocido por primera vez el amor, y la muerte. Y esa es la ciudad que buscamos o proyectamos sobre todas las ciudades que vamos encontrando a lo largo de la vida. Como el veneciano Marco Polo de las Ciudades Invisibles de Italo Calvino que busca a Venecia en todas las ciudades que le describe al Gran Kahn.

El artista saca a la superficie esa ciudad interior, construida con fragmentos de la ciudad real, ofreciéndonosla para que la habitemos poéticamente. Gran parte de la literatura en la que las ciudades tiene un papel protagonista se sustenta en un dialogo amoroso que se establece entre el autor y su ciudad, desde Borges y Buenos Aires a E.White y Nueva York pasando por Pamuk y Estambul, entre otros muchos.

Albert Camus (1913-1960) también forma parte de esa estirpe de escritores que comparten el amor por las ciudades.

Camus vivió su infancia, adolescencia y juventud entre Argel y Orán, ciudades que entonces formaban parte de la Argelia francesa. Algunas de sus mejores obras están ambientadas en ellas : El Extranjero ( 1941 ) en Argel, La Peste (1947 ) en Orán y El Primer Hombre, su relato autobiográfico póstumo e inacabado se desarrolla en Argel. Verano. Bodas (1939-1954) es una serie de textos a medio camino entre el ensayo y la prosa poética donde, junto a su ideario sobre la ciudad, nos transmite lo que hay de intemporal en estas ciudades argelinas. Ciudades que a Camus le transmiten una «belleza sin espíritu», una belleza ligada a sus paisajes marítimos, a las piedras de las escolleras portuarias o al esplendor de los cuerpos de los jóvenes de ambos sexos que se bañan en el puerto en una radiante mañana de verano: «Lo que en Argel se puede amar es aquello de lo que todo el mundo vive: el mar a la vuelta de cada calle, un cierto peso del sol, la belleza de la raza» (Verano. Bodas)

Camus apenas hará referencia a la ciudad árabe, que afortunadamente, no será afectada por los nuevos trazados del urbanismo colonial.. En Verano. Bodas se destacan los fuertes olores de la Kasbash y la atracción que ejercían sobre el joven Camus los cementerios árabes que consideraba lugares de paz y belleza muy alejados de «las innobles ciudades a las que remitimos nuestros muertos». Cuando en su juventud escriba en un periódico local, denunciará las condiciones de pobreza y marginalidad en las que vivían los árabes en las ciudades argelinas bajo dominación francesa

Para Camus, la antítesis de esta ciudad mediterránea sería París, de la que el protagonista de El Extranjero dice con laconismo: «Es sucia. Hay palomas y patios oscuros. La gente tiene la piel blanca».

Forma física y forma social confluyen en el urbanismo literario de Argel y Orán a través de la obra de Camus. El trazado urbano de ambas ciudades tiene al puerto como referencia de su paisaje. En Argel las dotaciones de capitalidad se encontraban en la fachada marítimo-portuaria en plazas y espacios abiertos al mar: «el mar a la vuelta de cada calle». En cambio, Orán da la espalda al mar. En esta ciudad «el mar y la tierra prosiguen su dialogo indiferente».

En El Primer Hombre narra sus experiencias y vivencias en la ciudad cuando estudiaba becado en el Liceo o trabajaba de recadero en vacaciones de verano en un almacén céntrico que le permitía pasearse por el entorno del puerto donde «reencontraba el espacio y la luz». El Primer Hombre constituye una aportación documental para conocer cómo era la estructura espacio-social de Argel. Camus vivía en el barrio de Belcourt en la periferia, a extramuros de la ciudad, donde pasó su infancia y adolescencia. Era un barrio popular del que se accedía al centro por una línea de tranvía, de color rojo los que iban a los barrios populares, mientras que para dirigirse a los barrios altos, donde vivía la burguesía colonial, se tomaba una línea servida por coches verdes.

Eligió Orán como escenario opresivo para La Peste. Una ciudad aislada en la cuarentena, polvorienta, silenciosa «como un necrópolis donde la peste, la piedra y la noche hubieran hecho callar, por fin toda voz (?) La ciudad, en si misma, hay que confesarlo, es fea (?) ¿Cómo sugerir, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde no puede haber aleteos ni susurros de hojas, un lugar neutro, en una palabra? El cambio de las estaciones sólo se puede notar en el cielo. La primavera se anuncia únicamente por la calidad del aire (?) En otoño en cambio, un diluvio de barro. Los días buenos solo llegan en el invierno». (La Peste).

La idea de ciudad en Camus está asociada a un lugar donde «el espíritu se recoja y se desnude el corazón». No lo encuentra en las ciudades abrumadoramente hermosas y rezumando historia. Podría ser Viena: «Allí las piedras no tienen más de tres siglos y su juventud ignora la melancolía. Pero Viena está en una encrucijada de la historia. A su alrededor resuenan choques de imperios». No puede ser Nueva York «erdida en el fondo de esos pozos de piedra y acero donde yerran millones de hombres». Lo encontrará en Orán, allí «todo contribuye a crear un universo espeso e impasible donde el corazón y el espíritu nunca están distraídos de sí mismos ni de su único objetivo que es el hombre». Una ciudad donde «la fealdad misma es anónima, y el pasado reducido a nada». (Verano. Bodas)

Finalmente, y enlazando con el encuadre inicial de este artículo, habría que preguntarse: ¿Pueden nuestras ciudades contemporáneas dejar su huella en quienes las vivimos, si tenemos en cuenta cómo nos relacionamos ahora con ellas? Hay dos argumentos para dar una respuesta negativa. El primero concierne al desarraigo visual que tiene su fundamento tanto en la formas de crecimiento urbano como en la profusión de imágenes que contaminan nuestra mirada sobre la ciudad; y el segundo, está asociado al desarraigo espacial derivado del aumento de la movilidad física y social. Habitamos una ciudad global y genérica que difícilmente puede dejar su huella en nosotros.