Tom Wolfe, el hombre que emparejó a principios de la década de los sesenta crónica y literatura, sostiene que el periodismo agoniza. Hoy se disparan perdigones con las pistolas de los blogs y las redes sociales que únicamente sirven para sembrar mayor confusión entre los lectores. No hay reporteros que salgan a la calle en busca de historias, los editores se niegan a pagar las coberturas de las noticias más costosas, mientras que los columnistas se quedan pegados a la silla ofreciendo su visión personal del mundo que a nadie interesa. Ésa es una realidad. Del mismo modo que un culo, cada cual tiene una opinión, pero al periodista le cuesta menos parecerse al blogger que escarbar en la superficie y contar lo que está pasando. Éste, en lo que le concierne, actúa como los viejos chamanes en las plazas de los pueblos: susurra al oído una mercancía averiada y manipulada, en último caso una impresión personal entre cientos de miles de impresiones personales. La debacle.

El octogenario autor de Bloody Miami, la fábula de seiscientas páginas, que ahora publica Anagrama y que completa su aclamada trilogía urbana emprendida con La hoguera de las vanidades, ya tuvo en sus inicios como reportero la sensación de que el negocio se iba al garete. Cuando Wolfe aterrizó, el periodismo languidecía en redacciones aburridas y en los brazos de piezas telegráficas encorsetadas. «Dios sabe que nada nuevo abrigaba mi mente, y mucho menos en cuestiones literarias, cuando conseguí el primer empleo en un periódico. Me impulsaba un ansia desatada y artificial hacia algo completamente distinto. Chicago, 1928, y todo lo que significaba... Reporteros borrachos huidos de los pupitres del News meando en el río en el amanecer... Noches enteras en el bar escuchando cómo cantaba Back of the Yards un barítono que no era otra cosa que una tortillera ciega y solitaria con vasos de leche en los ojos... Noches enteras en la oficina de los detectives... Siempre era de noche en mis sueños sobre la vida periodística. Los reporteros jamás trabajaban de día. Yo quería la película entera sin que le faltara una escena», escribió en El nuevo periodismo, una selección de ensayos publicada en 1973 que vino a revolucionar con nuevos planteamientos la historia del oficio.

La idea del viejo «nuevo periodismo» era romper distancias entre el narrador y el sujeto de la narración. Wolfe era tan bueno en este tipo de inmersiones en el personaje de sus historias que no le costaba olvidarse de sus recelos de atildado dandi sureño a caminar por la Quinta Avenida en chanclas en busca de narcóticas descripciones. Su amigo y compañero Hunter S. Thompson, quien jamás puso reparos a arrojarse a la arena y que, además, hizo de ello su propio estilo, explicó en una ocasión a propósito del autor de Ponche de ácido lisérgico: «El problema de Wolfe es que es demasiado estirado para participar en sus historias. Las personas con las que se siente cómodo le parecen más aburridas que las cagadas de un perro viejo, y la gente que le fascina como escritor es tan rara que le pone nervioso. Lo único nuevo e inusual sobre el periodismo de Wolfe es que Wolfe es un extraordinario reportero».

Buenos reporteros, ahí estaba el secreto. Reporteros, como Michael Mok, del Daily News, dispuestos a arrojarse al canal en marzo para conseguir la historia de un tipo gordo que intentaba perder peso encerrado en una barca de vela anclada en Long Island Sound. Flooop, al agua. El viejo «nuevo periodismo» consistía en contar las cosas de manera distinta. Atrapar la película entera, con todas las secuencias, como solía decir Wolfe, que retrató como nadie la vacuidad de la izquierda exquisita, aprovechando una fiesta ofrecida por el director de orquesta Leonard Bernstein, en compañía de otros millonarios neoyorquinos, a los Panteras Negras. ¿Había algo más esnob que unas celebridades del Uptown homenajeando a quienes estaban dispuestos desde la resistencia radical a dirigir la voladura de aquel estilo de vida?

Realmente, el «nuevo periodismo» consistía en darle la vuelta a la tortilla después de haber batido más huevos de lo acostumbrado. Los periodistas que empezaron con todo aquello, Talese, Breslin, Mok, Wolfe, Lipsyte, Portis, etcétera, reporteros estelares de los grandes diarios, el Times, el Tribune, el Post o el Daily News, querían su trozo del pastel al igual que los grandes escritores de ficción. ¿Cómo hacerlo?

Efectivamente, no era necesario retorcer las historias para transformar la realidad en una novela. Sólo sacar partido a los personajes. ¿Acaso no lo había hecho Truman Capote con aquellos granjeros de Kansas y sus asesinos en A sangre fría? Todo ello coincidía, además, con la eclosión pop. Nuevas formas, moldes distintos para empaquetar la actualidad y dirigirla a un lector empastillado o emporrado capaz de devorar las historias adrenalínicas de Hunter S. Thompson, periodista gonzo, actor y narrador, al mismo tiempo, de situaciones propias de un loco de atar. «Estoy sentado al lado de la piscina del hotel Lane Xang, escuchando esos inquietantes informes de la BBC sobre las columnas armadas Pathet Lao arrasando todo camino hacia nosotros, sin ninguna resistencia, noto una gran sensación de paz y satisfacción... no hay otro sitio en el mundo donde deba estar, ahora mismo, más que donde estoy. Maravilloso, pienso, que les den por el culo. Y sé que Leslie se siente como yo, pero ninguno de los dos lo dice claramente, sino de una manera indirecta, porque ése no es el tipo de cosas que los yonquis de guerra se dicen entre sí, unos a otros», escribió sobre la caída de Saigón en El baile de los condenados, un extenso reportaje publicado originalmente por la revista Rolling Stone.

Thompson pateó el corazón del sueño americano en Miedo y asco en Las Vegas. Y la guerra de Vietnam fue un suculento caldo de cultivo para bailar sobre las tumbas. El periodista inglés Nicholas Tomalin salió de excursión en helicóptero y contó para el Sunday Times cómo el general James F. Hollingsworth mató él solo más vietcongs que el resto de sus tropas. «No hay mejor modo de luchar que salir a cazar vietcongs. Y no hay nada que me guste más que matarlos. No, señor».

La revista Rolling Stone editó a los mejores de entonces, periodistas y escritores por encargo asociados al nuevo estilo de contar las cosas. Robert Greenfield destripó como nadie en Viajando con los Rolling Stones a un grupo de rock durante una gira. Y desmontó el negocio en torno a las nuevas religiones en El supermercado espiritual. Howard Kohn demostró cómo se podía compaginar literatura y periodismo de investigación indagando en la muerte de la ecologista Karen Silkwood, que había denunciado la explotación en una fábrica de plutonio de Oklahoma que no reunía condiciones de seguridad. Como escribió Gay Talese en el inicio de El reino y el poder, «la mayoría de los periodistas son incansables voyeurs que ven las arrugas del mundo».

A mediados de los setenta, Wolfe llegó a decir que el «nuevo periodismo» era el género literario más importante de América y que la novela estaba superada.Sin embargo, no dudó en seguir los pasos que le marcaron los grandes escritores realistas: Dickens, Zola y, sobre todo, Balzac. La fórmula de la novela periodística o documental empezó a explotarla en La hoguera de las vanidades (1987), un grandioso fresco sobre Nueva York, una sinfonía onomatopéyica con la que obtuvo su éxito más resonante, continuó con Todo un hombre (1998), una especie de descompresión de Atlanta, y prosigue ahora con Bloody Miami, que pretende ser un reflejo tomando como inspiración la calcinada ciudad de Florida.

El reportero que a principios de los sesenta quería salvar el periodismo abundando en las historias, sustituyendo los cortos por los largometrajes y pasando después a las novelas kilométricas, se encuentra en la actualidad con un viejo oficio que lucha en tierra de nadie por interesar a los lectores de 140 caracteres de Twitter. Los primeros artículos para el suplemento dominical del Herald Tribune que escribió Wolfe eran de 1.500 palabras. Él mismo se sentía constreñido, y en lo sucesivo el registro fue aumentando a 3.000, 4.000, 5.000 y 6.000 palabras, no tenía tiempo de escribirlos más cortos.

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