Señor de los balcones ofrece una amplia selección de la obra poética de José Luis Vidal (1954), que consta de siete libros publicados entre 1991 y 2010. Como señala Antonio Moreno en su esclarecedor prólogo, esta recopilación permite descubrir a un autor apenas conocido en el panorama actual, y que exhibe un universo singular y una voz propia. Cierto es que en la condición de «escritor secreto» suelen concurrir razones de muy diversa índole, desde las que derivan de la oportunidad histórica de determinadas propuestas hasta las que obedecen a los caprichosos movimientos de la rueda de la fortuna. Así, Vidal se presenta en Señor de los balcones como un poeta sin biografía poética, aunque en los textos se filtren algunos indicios de una experiencia anclada en el tiempo ucrónico de la infancia.

Su primer libro, Al rojo amarillo (1991), introduce ya dos constantes en su producción: una mirada adherida a la piel de las cosas y un lenguaje figurativo que sobrevuela las formas del paisaje sin atreverse a posarse sobre ellas, quizá por temor a deshacer su quebradiza armonía. Paseante por la superficie de la realidad, Vidal conjuga la pincelada cromática con el repliegue reflexivo. Esa pudorosa retracción se observa asimismo en la disposición métrica de los poemas; una serie de versos enjutos en los que se engasta un vislumbre, un pensamiento o una metáfora visual: «El día / ya era / un abierto / y amable / paraguas / sobre / mi cabeza». Sus siguientes entregas, Señor de los balcones (1992) y Perenne flor (1997), inciden en los mismos núcleos temáticos -los milagros cotidianos, la evocación del pasado, el canto a la amistad y al amor- y en unos mimbres compositivos similares. El himno y la elegía confluyen ahora en una naturaleza emotiva que somatiza las borrascas interiores («Vine / para sentir muy solo entre las piedras»), o que funciona como lenitivo frente al dolor («Rodeado estoy, amor, de realidad / vasta y ardiente»). En este sentido, cabe mencionar En pie una suerte de última voluntad literaria («este mundo te doy, te dejo») que dialoga con el Pequeño testamento de Miguel d'Ors.

En los libros publicados en el nuevo milenio, las piezas breves alternan con textos más extensos, que sirven de soporte al desasosiego existencial. Abalorios (2001) constituye una galería de aguafuertes donde convergen la ilusión pictórica (Pequeño horizonte) y el epigrama funerario (Ocaso). En Álamo (2002), el quietismo contemplativo se expresa mediante un discurso pautado por interrogaciones, suspensiones y digresiones parentéticas. Los azorinianos «primores de lo vulgar» se vierten en versos precisos y sugerentes, como los que dan pie a un particular autorretrato: «¿Por qué soy tan concreto, / tan con nariz y ojos; / por qué tan acabado?». A su vez, Horas y uvas (2007) entronca con el ejercicio retórico de Abalorios, aunque el vitalismo germinativo se ciñe a las convenciones de la lírica amorosa, no muy lejos de ciertas piezas de Cancionero y romancero de ausencias. Finalmente, Donde nunca hubo nada (2010) oscila entre un porvenir incierto y un balance retrospectivo, entre el resplandor efímero de la belleza y la conciencia de la caducidad. Tan ajeno al patetismo exasperado como a la estetización del sufrimiento, el sujeto aspira a fundirse con el paisaje a través de una comunión panteísta: «Ser, ahora, es velar / junto al olmo que quiere / ser eso que eres tú. / Así, añorándoos, vivís / bajo el común del cielo». Tal vez en ocasiones se eche en falta un vuelo imaginativo sin motor, que no tenga miedo a liberarse de las ataduras de la estrofa y a desprenderse de la cáscara visible de la realidad. Sin embargo, no cabe pedirle a esta escritura lo que no pretende ofrecernos. A ras de cielo, la poesía de José Luis Vidal ha dejado de pertenecer al esquivo margen de los conjurados para reclamar la complicidad de los lectores. Y esa es una excelente noticia.