Un amigo, que ha pasado las últimas semanas tratando de leer una novela de Francisco Umbral, me comenta que ha decidido rendirse. «Me resultaba insoportable. Páginas y páginas de palabras para no decir nada de sustancia». Veinte años atrás, sin embargo, esa prosa insustancial que hoy se le hace insoportable a mi amigo era admirada por miles de lectores. ¿Qué determina el aire de una época? ¿Por qué ciertas obras, ciertos artistas que consideramos admirables en un momento dado, decaen en nuestro interés al poco de pasar el tiempo? Decía Azorín que la fama es una letra de cambio que la posteridad acostumbra a protestar. Así es, aunque ninguno conozcamos las claves de ese misterio.

Pienso en ello mientras leo en la prensa dominical un artículo de la crítica Estrella de Diego. Ante algunas exposiciones de arte conceptual que acaba de ver, Estrella de Diego escribe: «Hay autores u obras que amamos sobre todas las cosas y que, sin embargo, no han envejecido bien. De pronto, al verlos, parecen gastados como concepto y no sólo como materiales. Luego, hay obras que fueron proyectos maravillosos y que al materializarse, cuando la fama del artista o las mejores condiciones de cualquier otro tipo lo permiten, pierden parte de su encanto».

Dejaremos a un lado los proyectos maravillosos que pierden su condición al materializarse (!), porque ese es un misterio al que sólo algunos críticos logran acceder. ¡Ahí es nada, un arte inmaterial! En cuanto al resto, no es difícil estar de acuerdo con Estrella de Diego en sus afirmaciones sobre arte conceptual y las obras que envejecen mal. Unas obras cuyo número -nos tememos- aumentará durante los próximos años, en cuanto las prisas y el papanatismo vayan dejando paso a la reflexión.

CAMBIOS EN EL MUNDO DE LA EDICIÓN

Los especialistas afirman que el mundo de la edición se está reinventado, y no hay que ser muy perspicaz para advertir que algo de eso sucede. Pero quizá sea pronto para extraer consecuencias, como algunos pretenden. De momento, los lectores asistimos a una disputa interesada donde plataformas editoriales, gigantes del comercio electrónico y algunos gurús se empeñan en describirnos un futuro que, curiosamente, coincide con el de sus intereses personales, es decir, con sus intereses económicos.

De hacer caso a Russell Grandinetti, uno de los máximos ejecutivos de Amazon. «Las únicas personas necesarias en el proceso de edición son ahora el escritor y el lector. Todo aquel que esté entre ambos asume a la vez riesgo y oportunidad». Pero las cosas no son tan sencillas como las expone el señor Grandinetti -y no sólo porque Amazon juegue con ventaja, aprovechando su tamaño. Para que un libro exista no basta con editarlo y ponerlo a la venta, como sugiere, sino que debe llegar al lector, lo que es bastante más difícil y exige un esfuerzo casi tan grande como el escribirlo. Eso es lo que le prometen algunas empresas editoriales que han aparecido en los últimos años. En lugar de dedicarse a lo que han hecho toda la vida los editores, es decir, editar y vender libros, estas empresas han convertido al autor en cliente. Como son muchos quienes sueñan con emular a E.L. James -50 sombras de Grey- que empezó autoeditándose, estas empresas siempre encuentran a personas dispuestas a pagar por ver su libro publicado y distribuido. «Nuevas oportunidades en el mundo editorial» se llama la fórmula que, por lo demás, ya estaba presente en la edición tradicional.