Viajar temporalmente a los infiernos siempre ha sido una experiencia edificante. Desde Homero a Dante, o desde Rimbaud a Peter Weiss, los poetas y sus criaturas han gustado de pasear por el averno. Por antiguos que sean sus caminos, todas las poéticas de la estancia infernal encuentran su raíz común en la criatura más demónica de la Modernidad: ese Yo cuya ilimitada conciencia la autora de este ensayo denomina con precisión antropológica «mismidad». Ana Carrasco, avezada en los territorios de la subjetividad dibujados por Schelling (véase su reciente La limpidez del mal. El mal y la historia en la filosofía de Schelling) nos propone recorrer los diferentes infiernos como manifestaciones de una mismidad desquiciada: aquella que aspira a constituirse desde sí misma sin mediación alguna de los otros ni del mundo. Todas las topografías del infierno coinciden en el enclaustramiento de un yo fijado en sí mismo: una voluntad curvada sobre la propia identidad, que, ajena a cualquier afuera, se convierte en un centro inextenso, un abismo, del que no hay escapatoria posible. Si, en efecto, «el infierno es el grotesco reino del yo en su mismidad destructiva», sus imágenes poéticas pueden leerse como inscripciones de la autodestrucción. La tortura de Ugolino, que llora, según Dante, consciente de un festín caníbal que no tiene fin; los inacabables suplicios de Tántalo, Sísifo o Ticio, que cuenta Platón en la República; los cuerpos lujuriosos castigados en el Infierno del Bosco? son las marcas de ese sujeto cuyo enquistamiento en vida quedará inscrito, una vez muerto, en un cuerpo obligado a la infinita repetición de lo mismo. Mientras en el infierno griego la purificación siempre es posible, en el cristiano el castigo es interminable. El encurvamiento del yo sobre sí es delatado por la cola de Minos cuyos enroscamientos sentencian, según Dante, los círculos del infierno que deben ocupar los condenados. Todos han de cargar eternamente con la vieja obsesión por sí mismos, de la que ni su voluntad puede librarles. Antes al contrario: si el yo no puede escapar no es por chocar con los muros que le encierran, sino por su exacta conciencia de ellos en un continuo movimiento reflexivo. San Agustín y su epígono Lutero ya advirtieron contra el enfermizo amor de sí, pero fueron filósofos quienes lo inscribieron en la estructura de la subjetividad moderna. Ana Carrasco reconstruye este diagnóstico desde Schelling, desde luego, pero también, como no podía ser menos, desde Kierkegaard, y significativamente desde Emmanuel Levinas, quien describió impecable «el pensamiento que produce el deseo del imposible afuera». Con este bagaje, el ensayo relee la celebrada sentencia de Sartre: «El infierno son los otros», como expresión de la transparencia vulnerable y angustiada de una conciencia sabedora de que el infierno soy yo. Esta angustia reina ilimitadamente en los márgenes de un nuevo infierno sin testigos, donde la exposición de los condenados, lejos de instruir a ningún viajero, es un instrumento para el oprobio y la aniquilación de la víctima inocente. La sustitución del distante relato moral del poeta por el testimonio sin esperanza de la víctima marca la transformación del antiguo infierno vertical en el moderno infierno horizontal que titula este libro. La locura plomiza de Rimbaud, la prisión profunda de Oscar Wilde y, sobre todo, el campo de concentración que testimoniaron Primo Levi, Jean Améry o Imre Kertész, son escalas del nuevo infierno horizontal en el que, ni arriba ni abajo, víctimas y verdugos se encuentran en un mismo mundo. Siguiendo los textos de los supervivientes y las imágenes del dramaturgo Peter Weiss, la autora describe la conversión del infierno dantesco en el infierno de Auschwitz y el Gulag. Aquí la autodestrucción del yo no es la de un ensimismado por voluntad, sino la de una víctima empujada al abismo. Mediante el arresto, el encierro, la ducha colectiva, la desposesión de todo, hasta del nombre, un «desencadenante» criminal y gratuito le obligará, si sobrevive en el umbral, a enquistarse en su dolor hasta convertirse en el hundido: el yo que toca fondo y se desfonda. Sólo una casualidad o acaso la pulsión de la escritura, el imperativo de contar, pueden cambiar el tiempo del hundido en tiempo del salvado, cuya vida nunca será la misma.

La guía filosófica que Ana Carrasco nos ofrece para recorrer estos infiernos está animada por la pulsión de una escritura pulcra y resuelta capaz de reproducir los bucles del yo que tan exhaustivamente describe. Sin el menor asomo de acartonamiento erudito, la generosa intercalación de citas filosóficas y literarias junto a sugerentes referencias cinematográficas invitan a suspendernos en una lectura gozosa de la que, debemos advertirlo, no es fácil salir indemne.