A finales de noviembre, cada jornada, la tarde da paso a la oscuridad de un modo más amenazante. Estoy frente al ordenador cuando recibo, a través de Facebook, un mediometraje firmado por Victor Erice: La Morte Rouge (2006). Lo abro, y, aunque detesto ver cine por esa pantalla que se ha convertido en una suerte de oficina, quedo inmediatamente seducido por sus imágenes. La noche de la película, en blanco y negro, se funde con las tinieblas del exterior y el miedo infantil de Erice se cuela por la casa, por mi estado de ánimo que comienza a descubrir sombras, ruidos de pasos, la respiración de las vigas y crujías. La Morte Rouge es un soliloquio de autor, de apenas 33 minutos, en el que el director nos cuenta su primera experiencia terrorífica en una sala de cine, la del Kursaal, allá por 1945. El Kursaal estaba ubicado en el edificio semiabandonado del Casino de San Sebastián, fundado en 1922: una especie Overlook por cuyas desoladas dependencias cruzaban los fantasmas de los jugadores y los crupiers, el aura de los camareros y las pálidas damas de la alta sociedad. Allí, el niño Erice, sentado en su butaca, buscando con la mirada, inútilmente, la complicidad o el calor de los espectadores, se enfrentó en solitario a la proyección de la película La garra escarlata, de Roy William Weill (1944), una historia de Sherlock Holmes y el Dr. Watson, interpretada por los dos actores más canónicos de la serie: Basil Rathbone y Nigel Bruce. Y los crímenes ocurridos en el tétrico pueblecito canadiense de nombre imposible -La Morte Rouge- le marcaron para siempre con la presencia del cartero Potts anunciando la muerte y abriéndole las puertas de su pasión por el cine. No es de extrañar. En 1945 las huellas de la muerte estaban tan recientes en España como en Europa, la realidad era tan inhóspita como la ficción, el NODO tan inquietante como el más terrible de los filmes. Víctor Erice acababa de ver, herido por la luz de la pantalla, cuánto intentaría plasmar, casi cuarenta años después, en El espíritu de la colmena.

Mientras enciendo las luces de la casa pienso en mi primera película de miedo: El enigma del otro mundo de Howard Hawks (1951), vista en el solitario gallinero del cine de mi pueblo (el «Cervantes»), un viejo teatro acondicionado como sala de proyecciones. Recuerdo el auténtico terror descendiendo desde el cerebro hasta un corazón de pajarito. Tenía siete años. La historia ocurría en una base militar del Polo donde se colaba un extraterrestre: La cosa de Carpenter, años más tarde. Y afuera, en la calle, el frío de los años cincuenta no tenía nada que envidiar al que provocaban los vientos del norte. Era tanto el pánico que sentí que, cuando acabó la cinta, apenas si podía moverme de la butaca y llamé a voz en grito al aposentador -el Tío Verica- para que me sacase del tenebroso local. Una vez fuera el mundo había cambiado. Por el agujero del cine -como comenta Erice- realidad y ficción se habían fundido y la vida se había hecho más compleja e inquietante: una auténtica revelación. Ya no sería el mismo.

Al apagar el ordenador, maldigo la soledad. Echo de menos a los amigos. Añoro una conversación, sin orden ni concierto en torno a un «dry Martini». «¿Cuál fue tu primera película de miedo?» «¿Cómo ocurrió, qué sentiste?». Inútilmente, para distraerme, trato de analizar este ensayo de Erice, su excesivo verbalismo, la idea de mostrar más que de sugerir, sus intentos de escribir el cine como se hace con una pluma frente al papel, ensayando a la manera de Godard o Pasolini. Pero no da resultado. Mis pasos se dirigen hacia el piso de arriba, hacia la videoteca, donde habitan los ruidos y los sueños. Busco La garra escarlata de Roy William Weill. La encuentro junto a otras diez películas del mismo director sobre Sherlock Holmes y el Dr. Watson. Me atrae el miedo. Aunque estoy seguro que la experiencia de colarme en la película, no será tan terrible como la soledad, como la vida real que, junto al viento, sopla en el campo, fuera de la casa.