Jim Jarmusch (Akron-Ohio, 1953) es un tipo con suerte. Si alguien conoce su opera prima Permanent vacation (1980), financiada con una beca de la Universidad de Nueva York, lo entenderá perfectamente: un filme desmañado, insulso, donde no ocurre absolutamente nada y en el que apenas si se habla. De haberse comercializado, lo más lógico es que a Jarmusch le hubiesen metido en la cárcel por atentar contra el buen gusto y mancillar el cine. Pero no ocurrió nada de eso. Nicholas Ray, que le acusó de no saber lo que era el concepto de acción en un filme, en lugar de llamar a la policía, le contrató como colaborador para trabajar junto a Wim Wenders en lo que fue el testimonio de su agonía: Lightning over wate. Jarmusch, cuatro años después, en 1984, consiguió financiación para su segundo largometraje: Stranger tan Paradise. Si esto no es suerte, que venga Dios y lo vea. Pero Dios, desde que subieron el IVA, hace tiempo que no se cuela en una sala.

En Stranger..., Jarmusch volvió a las andadas, pero con un atisbo de línea argumental ciertamente original: "chico y amigo, encuentran chica". Filmó en blanco y negro. Insistió en los mismos escenarios cutres y suburbanos de su primera entrega. Apenas si movió la cámara, se durmió haciendo planos larguísimos, interrumpidos por toscos fundidos en negro que eran un alivio para el espectador que se preguntaban si ocurriría algo tras la cortinilla, y, ¡oh prodigio!, descubrió que el cine podía ser sonoro incorporando algún dialogo. No obstante lo dicho Stranger... se convirtió en un icono del cine independiente, contracultural, alternativo. En Nueva York, ya se sabe, hay gente para todo. Hasta las películas de Andy Warhol tuvieron su público y no todas se pasaron en la sala de un frenopático.

Así que Jarmusch, ya muy crecido y respaldado por los iconoclastas que van a tomar café al Moma, filmó Down by law (1986) sin renunciar a sus constantes: minimalismo, personajes marginales, perdedores y descerebrados, caminando por las calles más insalubres de cualquier ciudad. Elaboró, eso sí, una leve historia carcelaria, con planteamiento, nudo y desenlace, recurrió a unos toques de humor y tuvo el acierto de contar en el reparto con la ayuda de su músico habitual, Tom Waits, y de un genial Roberto Benigni. Si la vanguardia vio en estas concesiones un halo de traición, los consumidores de palomitas lo agradecieron y Jarmusch entró en ese extraño panteón donde habitan los estrafalarios como Jess Frank, el último GodardEd Wood. En 1989, descubrió el cine de squetches con Mistery train convirtiendo el callejero más deprimido de Memphis y la pasión por Elvis Presley en el motivo de tres pequeñas historias; y en 1991, con Night on Earth, contó cinco anécdotas nocturnas de taxistas, tan curiosas como intrigantes, situándolas en otras cinco ciudades: Los Ángeles, Nueva York, París, Roma y Helsinki. Dentro de los taxis se había colado algo del star system: Gena Rowlands, Winona Ryder y, de nuevo, un Benigni totalmente desmadrado que se convertía en lo mejor de la película.

Esta filmografía inicial del autor de las estimables Dead Man y Cofee and cigarettes puede visionarse en un pack que circula hace años por el mercado, editado por Filmotecafnac y con un diseño muy underground a mayor gloria de Fritz el Gato y sus amigos. El cronista se lo regaló a su hijo que va de moderno por la vida y éste, meses más tarde, obligó al cronista a ver su contenido en un reclinatorio, lo cual implicaba voluntad de adoración o espíritu de sacrificio. Prefirió verlo en un sillón y, una vez meditado, comprendió que, en ocasiones, la fealdad, el primitivismo, la osadía y el atrevimiento, suelen ser fascinantes: esa ventana por la que entra el aire fresco y rompe los cristales del academicismo; lo que, probablemente, acabó vislumbrando el gran Nicholas Ray. Si excluimos Permanent vacation, duro pestiño sin atenuantes, el cronista no duda que volverá a echar una ojeada a este primer Jarmusch. Lo mismo se está volviendo joven, porque algo loco, estuvo siempre.