Mientras se jacta en considerarse periodista antes que nada, García Márquez define el periodismo como "el mejor oficio del mundo". De ahí que, en sendos artículos, lamente la "deshumanización galopante de las redacciones", a causa del desarrollo tecnológico, y el abuso reproductivo de las entrevistas, un género, a su parecer, "ficticio". "Hay una contradicción, porque cuando el periódico se hacía en forma manual, a máquina de escribir y en linotipo, quedaba tiempo para todo. Ahora, en la época de las computadoras, no alcanzan las horas", expresa. De hecho, "las salas de redacción se han convertido en laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores". Aunque en sus inicios fue conminado a "torcerle el cuello al cisne" -el endémico síndrome que sufren los periodistas que escriben frente a las jefaturas de los periodistas que únicamente redactan-, dice estar persuadido de que el reportaje, la crónica y el artículo de opinión son, en toda regla, géneros literarios. "Novela y reportaje son hijos de una misma madre", sostiene, para constatar que "la prisa y la restricción del espacio han minimizado ese género-estrella", el reportaje de fondo, al que define como "la reconstrucción del esqueleto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra".

También "la crónica es la novela de la realidad", afirma, mientras lamenta que "el editor, que antes era un papá sabio y compasivo, apenas sí tiene fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología". En los extractos de sus opiniones sobre deontología periodística que acompañan a sus principales reportajes, crónicas y artículos, García Márquez critica la tendencia a premiar a los mejores reporteros con puestos burocráticos, en vez de incentivar su retribución sin sacarlos de la calle. Y se muestra reticente con las entrevistas, por activa y por pasiva (las que él mismo ha padecido como escritor de fama). En la antología, se ve que desde muy joven optó por elaborarlas como crónicas o perfiles de sus entrevistados; y en sendos artículos da fe del hastío estéril de reiterar hasta la extenuación las demandas de entrevistadores clónicos. Culpa de ello a ese "invento luciferino que lleva el nombre abominable de magnetófono. Alguien tendría que enseñar a los colegas jóvenes que la casete no es un sustituto de la memoria (...) La grabadora oye pero no escucha, repite -como un loro digital-, pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no será tan confiable como la de quién pone atención a las palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral", defiende.

A su juicio, "un buen entrevistador debe ser capaz de sostener con su entrevistado una conversación fluida y de reproducir luego la esencia de ella a partir de unas notas muy breves. El resultado no será literal, por supuesto, pero creo que será más fiel, y sobre todo más humano, como lo fue durante tantos años de buen periodismo", por lo que propone la vuelta "a la pobre libretita de notas, para que el periodista vaya editando con su inteligencia, a medida que escucha, y le deje a la grabadora su verdadera categoría de testigo invaluable". Critica, asimismo, la creciente "sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo; cuando la mejor noticia no es siempre la que se da primero, sino la que se da mejor". Lo principal, en este oficio, es, concluye, el don de "la creatividad" y "curiosidad por la vida".