Pedro coge un autobús, como hace todos los viernes, nada más salir de su trabajo en una librería de volúmenes de segunda mano. Horas después, llega a su destino, la favela donde vive su novia. Aunque el viaje es el mismo que realiza todas las semanas, Pedro ya no es la misma persona. Se trata de una novela iniciática que lleva el viaje a su mínima expresión: en un Brasil convulso, en un autobús destartalado y a manos de un personaje que está lejos de poder ser considerado un héroe clásico.

El estilo con que está escrita Pasajero del final del día es conciso y directo. Lejos de tratarse de una carencia del autor, parece una decisión predeterminada, y mucho más sabiendo que Figueiredo se ha encargado de la traducción de varias obras de Tolstói, del que imita la ironía, la mirada desafectada y la bonhomía. Sin que haya separación entre capítulos ni bloques de texto, trata de reproducir la experiencia continua del asfixiante e incómodo viaje que Pedro ha de realizar, logrando una prosa orgánica, que introduce al lector en el asiento contiguo al protagonista. Pero en lugar de mirar a través de la ventana el desolado paisaje azotado por las revueltas ciudadanas, Rubens Figueiredo nos lleva al interior de la cabeza de Pedro. Desde ahí, despliega el desarrollo narrativo en tres frentes que se van entrecruzando entre sí.

Por un lado, Pedro analiza a sus compañeros de viaje, reproduce e imagina sus vidas, reconoce a algunos y determina el destino de otros. Con este juego, que todos hemos practicado alguna vez, nos vamos introduciendo en la clase y extracción social del barrio al que se dirige el autobús. Por otro lado, el dolor producido por una vieja herida que le hizo un policía a caballo, junto con los avatares del accidentado viaje, sirven de excusa para conocer cómo llegó el pasajero a ese asiento y por qué se dirige cada viernes a la favela donde vive su novia. Por último, la tercera de las líneas argumentales es el propio volumen que el librero de viejo va leyendo: una crónica de Darwin durante su viaje a Brasil. Desacertadamente, la cubierta de Pasajero del final del día ofrece una ilustración de Pedro leyendo un volumen con la imagen clásica del naturalista inglés: de aspecto venerable, calvo y con barba. Pero cuando estuvo en los mismos lugares que Pedro atraviesa en autobús, Darwin era un hombre joven y lleno de vitalidad, y así lo refleja la lectura que el protagonista hace del volumen.

El contraste entre la explosión vital de la naturaleza cuando Darwin visitó esa parte de Brasil con la realidad que describe el autor es una de las piedras de toque del libro. Sin caer en el maniqueísmo, propone una reflexión social sobre el estado de las cosas, y una apuesta estética nada complaciente. La miseria, la pobreza y lo que aquí llamamos picaresca se presentan no ya como algo habitual o común, sino como la parte fundamental de la realidad.

Cuando acaban el viaje y el día, Pedro ya no es la misma persona. Y el lector, casi obligado a leer la novela de un tirón, tampoco será el mismo lector.