Hay escritores que acuden al texto como quien va a una reunión de antiguos alumnos de colegio de barrio bien. En ese breve encuentro que todos se esforzarán en olvidar la apariencia importa sobre todo y sobre todos, se la juegan en el destello inicial de ave del paraíso (pero ¿qué paraíso? ¿qué ave? ¿a quién le importa en este codo del infierno a qué huele su boca?), se la juegan en el trino que no se elevará sobre la vajilla rota a la hora de la verdad. Hay escritores que no quieren escribir sino haber escrito. La frase es de Javier Cercas. La imagen es perfecta.

Mariano Sánchez Soler es otra cosa. Si gustan continuar por su cuenta la metafóra en el armario encontrarán edificios en llamas, cristales rotos, túneles, bolsas de sangre, tinteros, calendarios, dossieres judiciales, pequeños aleph y ningún pingüino. Sírvanse.

El asesinato de los marqueses de Urbina recrea la muerte de los marqueses de Urquijo y las circunstancias que rodearon aquel crimen que, en 1980, conmocionó a la sociedad española hasta convertirse en uno de los puntos cardinales del imaginario negro español, tal vez junto a la jornada de sangre de los hermanos Izquierdo en Puerto Hurraco o a la noche en que el nombre de Alcàsser se oscureció para siempre.

Los nombres han sido alterados en la novela por imperativo legal como advierte el autor, pero todos aquellos que jugaron algún papel en el caso cobran una segunda vida en la ficción, reciben una segunda oportunidad para tratar de explicar qué fue lo que sucedió en el chalé de Somosaguas, quién dio la orden, a quién beneficiaba el tiroteo, quién cargó con la factura. Es especialmente reseñable el retrato demoledor de Rafi Escobedo, en la piel de Daniel Espinosa. El hombre que se ahorcó en la vida real en el penal del Dueso en 1988, se presenta como un juguete roto, una hoja barrida por el viento del alcohol, la codicia y la inseguridad. El yerno de los Urquijo, abandonado por su mujer, corneado por el americano y despreciado por la familia, se arrastraba como un perfecto pusilánime por las barras de los abrevaderos más exclusivos y canallas de Madrid hasta que alguien, un dios irresistible, lo señaló con el dedo y lo convirtió en su instrumento.

En esta magnífica novela-hipótesis Sánchez Soler ajusta su punto de mira en la trama económica; sobre el banco Urquijo planeaba una fusión que, pese a no cobrar relevancia en el sumario real del caso, necesitaba eliminar la oposición de los marqueses, como si se tratase de un yacimiento etrusco en el solar de un rascacielos.

El otro gran hallazgo de la novela es Fierro, un mercenario de pasado castrense siempre en la otra orilla. Es el hombre que se hunde en el cieno para que el cliente no se manche los puños de la camisa y pueda seguir sorbiendo su copa con calma. En Fierro conviven el matarife sin escrúpulos, el camaleón capaz de destruir su identidad, la forma elemental de la conciencia y la venganza. Por eso, en este macabro juego de peones encadenados, es el caballo que salta de línea en línea para matar y replegarse. Hasta que se encuentra él mismo rodeado. Hasta que su experiencia y su instinto le dicen que será la próxima pieza en ser sacrificada.

Mariano Sánchez Soler debutó en el periodismo con el juicio a Rafi Escobedo y toda aquella pantomima judicial de pruebas desaparecidas, testigos volubles y omisiones policiales se recrea perfectamente en el texto hasta dejar en el lector la sensación de un montaje burdo pero efectivo. El chivo a la olla, los cómplices a Iberia y el verdadero responsable en su despacho.

Pero la literatura a veces es más generosa que la vida.

En El asesinato de los marqueses de Urbina, se nos ofrece una explicación plausible de cómo y por qué sucedió todo. Se señala al culpable, o a una metáfora redonda del culpable, de todos los culpables, y se le pone frente al espejo. En este cuadro, todas las meninas son unas hijas de puta.

El lector detectará además un pequeño anacronismo hacia la segunda parte de la novela. Se trata de un hecho que también empezó a merecer el interés de los medios a partir de 2008 y que se traslada en el tiempo hasta hacerlo encajar en la trama; dibuja una línea de acción secundaria, breve pero significativa, sobre la propia esencia del poder. Como en las muñecas rusas, pese a la diferencia de tamaño, la más pequeña y la más grande están hechas del mismo material.

En cuanto al estilo el autor alicantino hace que periodismo y literatura difuminen la frontera que los separa. De calidad. Seguramente porque en esa línea roja se encuentra lo más parecido a la verdad que podemos permitirnos.