"Cualquier obra de arte es como una ventana abierta a la creación; ella contiene, encajada en el vano de la ventana, una especie de pantalla transparente, a través de la cual se perciben los objetos más o menos deformados, que sufren cambios más o menos sensibles en sus contornos y en sus coloridos".

(Émile Zola)

Herter, la protagonista de este melodrama interpretado por Rachel Weisz, vive el éxtasis del enamoramiento y el tormento del desamor. En el inicio de The deep blue sea (Terence Davies, 2011), con la pantalla todavía en negro escuchamos la voz de Herter, susurrando una carta a su amado en la que declara el fracaso de las palabras para transmitir sus sentimientos. Es entonces cuando las imágenes y la música (el Concierto para violín y orquesta Op.14 de Samuel Barber para dar forma al mundo interior y una serie de canciones populares, dentro de la propia diégesis fílmica) se apoderan del plano, relegando a la palabra a un lugar secundario y prescindible.

The deep blue sea explora así las posibilidades expresivas más propias del cine. La película empieza y termina en una ventana. Al principio, la cámara, después de un travelling lateral que muestra un edificio en ruinas, asciende por una casa hasta detenerse en una ventana donde Herter cierra las cortinas. Tras un fundido, la cámara se adentra en su habitación. Al final, la escena se invierte, primero, desde el interior de la estancia, Herter abre las cortinas para, después, alejarse la cámara en movimiento descendente, recorriendo la misma calle del inicio en sentido contrario. La ventana, marco fronterizo que divide la realidad y el deseo, separando la Historia y la narración, se convierte en el símbolo de la película.

Es una ventana que aquí da acceso a la mente de la protagonista, verdadero escenario de The deep blue sea. Ventana, pues, no enteramente transparente porque no existe una plena identificación entre la realidad y su representación, porque el cristal no refleja lo que es sino que modifica y deforma la visión. Si al principio, y en otras escenas de la película, Herter, al mirar por la ventana, no encuentra más que su propio ensimismamiento interior, el final sugiere una mayor filtración de la realidad externa en su mirada. Somos testigos de una historia que es contada desde el punto de vista de Herter, donde la discontinuidad temporal (numerosos flashbacks y elipsis) confiere a su narrativa una dimensión íntima que le aproxima a la poesía. Terence Davies es un cineasta de la imagen, donde la realidad se descompone en un sinfín de perspectivas visuales y afectivas que llenan el mundo interior de su protagonista. La puesta en escena es sentimental y subjetiva, alejada de cualquier realismo narrativo.

Una iluminación tenue y sombría, una vocación pictórica en la elaboración del plano y un ritmo musical de la escena acompañan a este envolvente devenir de imágenes, fluctuantes entre el instante presente y la evocación de un pasado que persigue a su romántica protagonista. La temporalidad específicamente cinematográfica, que es la del recuerdo y el sueño, suplanta a la temporalidad de la vida cotidiana, marcada por los hechos y las transiciones. La escena del metro resulta paradigmática en este sentido: el primer plano frontal de Herter, con su pelo sacudido por la corriente del tren, da paso al recuerdo de esa misma estación como refugio durante los bombardeos alemanes. En ambos planos temporales, la vida y la muerte se muestran en el límite.Inspirada en una obra de teatro de Terence Rattigan, el título de la película procede de una expresión inglesa, between the devil and the deep blue sea, es decir, entre la espada y la pared, situación en la que vive su atormentada protagonista.

La atmósfera de los años cincuenta, en la que se basa esta historia, bebe de los nostálgicos melodramas de Douglas Sirk. También su director confiesa la influencia de Carta de una desconocida (Max Ophüls, 1948). Pero, posiblemente, su referente más reconocible sea Breve encuentro (David Lean, 1945), donde la música romántica también formaba parte esencial del relato de un amor imposible entre una mujer casada y su amante que se encuentran en una estación de tren. En The deep blue sea el triángulo lo constituye el matrimonio entre la romántica Hester y su marido William (Simon Russell Beale), un respetable juez incapaz de amar apasionadamente, y Freddie (Tom Hiddleston), joven aviador de la RAF que trata de sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial sublimando el vacío de la vida civil a través del alcohol y de la aventura amorosa. Al igual que les sucedía a los excombatientes inadaptados de Los mejores años de nuestra vida (William Wyler, 1946).

Posiblemente el barroquismo formal de The deep bluesea exaspere a más de un espectador, ansioso de clarificación y avance argumental, pero la duración ajustada de su metraje -a pesar de sus recurrentes y estéticos tiempos muertos- y la soberbia interpretación de Rachel Weisz, capaz de transmitir sus confusos sentimientos con los gestos de su rostro, hacen de esta película una experiencia muy recomendable.