"Dad al niño el deseo de aprender (...) cualquier método será bueno para él"

J-J.R., Emilio

Este año se cumple el tercer centenario del nacimiento de Jean-Jacques Rousseau (1712- 1778) y 250 de su Emilio (1762), donde la educación, llevada por los vientos de Ilustración heterodoxa que él mismo se dedicó a propagar, se concibe como un camino hacia la libertad y la felicidad. Ahora que el éxito, la rentabilidad y la servidumbre se imponen como objetivos educativos, tal vez sea un momento propicio para reflexionar de la mano del filósofo suizo. En tiempos de crisis hace falta nuevos modelos educativos: otra educación para construir una nueva sociedad.

Cuando compré mi Emilio, el librero me miró con mala cara y, en cierta manera, me recriminó haber elegido esta lectura, dando a entender que poco se podía aprender de un hombre que había abandonado a sus cinco hijos en el hospicio, por no hablar de su misoginia. Siendo inquietantes estos aspectos de la vida de Rousseau, creo que el criterio biográfico no debe ser nunca razón suficiente para desestimar ensayos o novelas. Renunciar a una lectura por razones morales sería incurrir en la falacia ad hominem, olvidando que las personas que se equivocan en su vida pueden ser autoras de páginas hermosas o de argumentos valiosos. Y aunque las ideas brotan de su circunstancia, en ocasiones la trascienden. Rousseau escribió en una nota de su Emilio lo siguiente: "No escribo para excusar mis faltas, sino para impedir a mis lectores imitarlas".

Nada más ser publicado, el Emilio se quemó públicamente en Ginebra, al tiempo que era prohibida su distribución en Francia. Su defensa de la religión natural y su crítica a la intolerancia eclesiástica fue considerada una apología del ateísmo. Y aunque la Inquisición también prohibió toda la obra del ginebrino, algunos ilustrados, como Feijoo o Jovellanos leyeron y difundieron sus ideas. La Institución Libre de Enseñanza (1876) de Giner de los Ríos sería inconcebible sin un krausismo que hunde sus raíces en Rousseau. Emilio es una obra inclasificable en cuanto género: novela, ensayo, tratado pedagógico se entremezclan en sus páginas. Su autor se presenta como un "hombre sencillo" y solitario, amigo de la verdad, que no es ni sabio ni filósofo y que carece de partido y de sistema. Emilio es "un alumno imaginario", que no posee un talento especial ni un entendimiento obtuso: "Lo he elegido entre los espíritus vulgares para mostrar lo que puede la educación sobre el hombre". Su presupuesto filosófico es conocido por el lector: la bondad natural del ser humano y la necesidad de salvarla de la corrupción social.

"Existir es, para nosotros, sentir", escribe Rousseau en La profesión de fe de un vicario saboyano, incluido en el Emilio. No es irracionalista pero a, diferencia de otros entusiastas ilustrados embriagados de progreso, establece límites a la razón y reclama la función del corazón. Frente a la evidencia racional cartesiana, el criterio epistemológico de Rousseau estriba en la "sinceridad de mi corazón". El desarrollo científico y tecnológico no asegura el progreso moral y político de la sociedad. Este cuestionamiento de la fe en el progreso, desde que ganara el concurso de Dijon con el Discurso de las ciencias y las artes, le hizo granjearse muchos enemigos, entre ellos enciclopedistas ilustrados como Diderot.

Lo que se plantea Rousseau es enseñar a su Emilio el oficio de vivir, tal vez siguiendo la inspiración pedagógica de Montaigne, que se lamentaba que nos enseñasen a vivir cuando la vida ya había pasado. Volcados casi siempre en una instrucción útil y rentable, al alumno se "le enseña todo, salvo a conocerse, salvo a sacar partido de sí mismo, salvo a saber vivir y hacerse feliz". Sin pensamiento autónomo y sin felicidad, la educación carecería de sentido. La regla más importante de la primera educación "no es ganar tiempo, sino perderlo". Perder el tiempo es perderse en él, vivir en un presente eterno, como cuando el niño juega con tal entrega que pareciese que hubiese hecho desaparecer el peso del pasado y la ansiedad del futuro: "¿No es el espectáculo de esa edad, un espectáculo encantador y dulce, ver a un hermoso niño de mirada viva y alegre (...) hacer jugando las cosas más serias, o profundamente ocupado en las diversiones más frívolas?".

Hay algo tan esencial y tan inmediato como el "placer de ser" que solo se goza durante la infancia y muy pronto se olvida. De ahí que Rousseau insista en el derecho a ser educado como un niño y no como un adulto, no queriendo adelantar las etapas de su desarrollo. "Cada edad, cada estado de la vida, tiene su perfección conveniente, una especie de madurez que le es propia". La infancia "tiene maneras de ver, de pensar, de sentir que le son propias; no hay nada menos sensato que pretender sustituirlas por las nuestras". ¿Qué sentido tendría un niño que se sirviera de la razón cuando ésta no sería más que un freno a su ímpetu vital?

La educación queda caracterizada en los primeros años de infancia de un modo negativo: más que perseguir la verdad o la virtud, se trata de "proteger el corazón del vicio y del espíritu del error". De ahí que la única lección de moral válida para un niño sea la de no "hacer nunca mal a nadie". Lo mismo sucede con la felicidad: "no es, pues, más que un estado negativo; hay que medirla por la menor cantidad de males que sufren".

Antes de "la edad de la razón", el niño no aprende con ideas, lo hace con imágenes. Por eso hay que mantenerle alejado de la lectura, que es el "azote de la infancia". "¡Libros! ¡Qué triste mobiliario para su edad!". Pretender adelantar el aprendizaje de la lectura puede ocasionarle un aborrecimiento que arrastrará para siempre. Por el contrario, ha de insistirse en el cultivo del cuerpo y de la sensibilidad: "sus primeros maestros de filosofía son nuestros pies, nuestras manos, nuestros ojos. Sustituir por libros todo esto no es enseñarnos a razonar, es enseñarnos a servirnos de la razón de los otros; es enseñarnos a creer mucho, y a no saber nunca nada". Para Rousseau la "razón sensitiva", corporal, visual y vital, será la base de la futura "razón intelectual": el "arte de ver" dará paso al "arte de razonar"

Prestamos demasiada atención a lo que debe aprender y no tanto al cómo debe aprenderlo: "importa poco que aprenda esto o aquello con tal que capte bien lo que aprende y el uso de lo que aprende". Es a él a quien corresponde fijar lo que quiere aprender: "desearlo, buscarlo, hallarlo". Si el aprendizaje es un proceso de búsqueda, la terea educadora es poner ese deseo "a su alcance, hacer nacer con habilidad ese deseo y proporcionarle los medios de satisfacerlo".

Por tanto, el naturalismo pedagógico de Rousseau se basa en potenciar la observación y la experimentación, considerar los intereses y capacidades de los niños y, sobre todo, estimular el deseo de aprender, desencadenar en su mirada el asombro y activar su voluntad de transformación. Modificar su entorno para cambiarse a sí mismo, buscando extraer su mejor yo.