Cada vez que subía al cuarto de los libros aquel ejemplar me echaba una mirada cargada de suficiencia e ironía. Estoy seguro. Yo solía hacerme el loco y me entretenía buscando en las estanterías una lectura apropiada para el momento. De cuando en cuando, de reojo, trataba de observar aquel tomo voluminoso cuya presencia me procuraba una suerte de malestar que atentaba contra mi autoestima de lector.

El invierno pasado trate de solucionar el problema. Fue en febrero, cuando comenzó una ola de frío, si ustedes lo recuerdan, que se prolongó durante veinte días. En el campo, con un tiempo tan artero, no hay muchas alternativas al entretenimiento. Tampoco es fácil ignorar cierta hostilidad en la casa, aunque proceda de un libro. Así que me armé de valor, cogí un plumero, ascendí al trastero que sirve de alacena y biblioteca, y me enfrente a la jodida Montaña mágica de Thomas Mann, que, cubierta por la nieve del polvo, hacía cosa de treinta años que se mostraba inaccesible.

Me preparé a fondo. Necesito contar estos detalles: el sillón al lado de la chimenea, la lámpara a mano para socorrer la luz de la tarde, la manta de Baroja sobre las rodillas y unos cuantos ejercicios gimnásticos de voluntad, estimulados por el amor propio. ¿Se iba a rendir un consumado lector como yo, ante esa cumbre de la literatura europea que los amigos habían escalado, y que se me resistía como el farallón helado del tercer capítulo del Ulises? Ni hablar del asunto. Ya estaba harto de soportar la sonrisa suficiente del libro.

Y así fue como me colé en los años iniciativos de Hans Castorp en las altitudes del cantón de los Grisones. Confieso que fue más fácil de cuanto presentía. Pronto me habitué a deslindar las intensas descripciones de la vida cotidiana en aquel lujoso y decadente sanatorio de Berghhok. Acepté sus rutinas terapéuticas y culinarias, los vaivenes caprichos del tiempo -el cronológico, uno de los meollos del libro, y el meteorológico-, la compleja personalidad del primo Joachim y de la enigmática madame Chauchat, las luchas dialécticas entre el humanista pagano, Septembrini, y Naphta, el amargado jesuita. Y en este deslinde, aguarde, casi con gusto, las partes de la obra dedicadas a la especulación filosófica, histórica y naturalista. Es decir, acabe apasionándome por todo aquello que, durante mi juventud, me había parecido tan tedioso e impenetrable como para esconder la novela en un rincón del desván.

¿Qué había ocurrido para que desapareciese, de pronto, la densa opacidad? No lo sé. Probablemente, durante el invierno pasado, yo era ya una persona más madura y capacitada para afrontar la prosa y el pensamiento de Thomas Mann. O el contraste, entre la casa recoleta y el frío del exterior, creó un ambiente cómplice y propicio para las identificaciones. O se me apareció santo Tomás de Aquino y, dándome una colleja, iluminó mis tenues neuronas ¡Vaya usted a saber! El caso es que disfruté, sin un ápice de dolor, de la ascensión a uno de los "ochomiles" de la Literatura, sin más botella de oxígeno que la de ginebra para alimentar el Dry Martini.

Cuento todo esto porque recientemente he padecido, en artículos periodísticos y otras soflamas, el consabido tostón de la Literatura y el Arte como dolor; del esfuerzo para crear y comprender; de las nocivas consecuencias de la efímera cultura del "entretenimiento" y de la nobleza de lo alambicado que acaba por tornarse perdurable y, por lo tanto, "clásico". Un desprecio elitista a los entresijos del presente que me produce urticaria. Sobre todo cuando adquiere ese tono pontifical y excluyente, que desprecia todo cuanto se convierte en un éxito popular. Lo digo por la gente joven. Miren este viejo se ha divertido mucho con La montaña mágica porque, entre otras cosas, se lo pasó de puta madre con Las aventuras del Coyote de José Mallorquí. Nadie nace sabio. Ni siquiera logra jamás acercarse a las laderas de la sabiduría. A lo mejor, poco a poco, y conducido por el sherpa del placer.