Lo sabemos casi todo sobre el Titanic y su naufragio hace ahora cien años en las frías aguas del Atlántico Norte. Que fue en la madrugada del 14 al 15 de abril de 1912, y en su travesía inaugural. Que rozó con un iceberg cuando se dirigía a 20 nudos hacia Nueva York, que le produjo seis grietas por donde entraron entre 400 y 450 toneladas de agua por minuto. Y lo que se había dicho del gran trasanlántico: hotel de lujo, palacio dueño del mar, Babilonia flotante, ejemplo de la vitalidad de la "raza anglosajona". Con motivo del centenario se han repetido hasta el aburrimiento los detalles del buque, de su viaje y del fatal desenlace, como ha sucedido con el reestreno de la película, excelente, de Cameron.

El Titanic siembre ha dado mucho de sí. Su última superviviente, Millvina Dean, que murió hace tan sólo tres años, pasó su longeva vida firmando autógrafos en cuantos museos, exposiciones y convenciones dedicadas al Titanic se celebraron. ¿Qué aporta de nuevo el libro de Hugh Brewster? Una detallada y amena descripción de los 317 pasajeros que viajaban en primera clase, caballeros que almorzaban y cenaban con frac o esmoquin y señoras que viajaban con multitud de baúles, maletas y cajones de embalaje, con boas de plumas y cantidad de abrigos de pieles. Gente de la buena vida, estirada y en su mayoría antipática, a la que le agradaba la decoración rococó, estilo Versalles, del buque insignia de la White Star Line, y que fueran más las camareras y sirvientes destinados a la first class que el número de sus viajeros.

Por las páginas del libro de Brewstler desfilan, entre otros, el millonario John Jacob Astor, el más rico entre los ricos, y gran propietario inmobiliario de Nueva Yok, una especie de Enrique Ortiz, pero todavía más grande, y con las mismas relaciones políticas que éste; la conocidísima diseñadora Duff Gordon, creadora de los desfiles de moda, pero más discreta que Ruiz de la Prada; Benjamín Guggenheim, hombre de negocios de origen judío suizo-alemán, casado con una mujer que tenía por hábito repetir cada cosa que decía tres veces (como Arenas, el candidato andaluz) y cuya hija Peggy sería la famosa coleccionista de arte que daría origen a los museos Guggenheim, entre los que destaca el de Bilbao, un museo más famoso por su continente que por su contenido, como sucedió con el Titanic; W. T. Stead, periodista conocido como el "Napoleón del periodismo" algo así como Pedro J., pero sin tirantes multicolores; los españoles Víctor Peñasco y su esposa Pepita, que viajaban en su luna de miel, y que se convirtió en hiel; Margaret Brown, todo un carácter, que se dedicó posteriormente a la defensa como abogada de los derechos humanos, y conocida como "Insumergible Molly Brown"; el millonario Hugo Ross, con nombre de perfume varonil, que pronunció esa frase tan propia de ricachón ignorante que vive su última hora: "hace falta algo más que un iceberg para que yo me levante de la cama". Y algunos más.

Con tanta riqueza, los vigías apostados en la cofa del trinquete no tenían prismáticos que llevarse a los ojos; los mensajes que advertían de la existencia de grandes masas de hielo en la ruta del buque no se entregaron al barbado capitán; los botes salvavidas sólo tenían capacidad para la mitad del pasaje. Sólo se salvaron 712 personas de 2.209. Fue la noticia de un siglo que entonces comenzaba su penosa trayectoria. Algo similar a si, en el día de hoy, los habituales de la revista Hola, embarcados en un buque fletado por la lideresa Esperanza Aguirre, chocaran en el centro del estanque del Retiro, con un Casino de las Vegas, y con Cospedal, vestida de uniforme de Semana Santa, en el puente de mando. Todo un notición.