Los "programas dobles" de sesión continua que alimentaban el espectáculo diario del cine a mediados del siglo pasado, constituían extraños matrimonios fílmicos rara vez formados por contrayentes equilibrados que subiesen al altar de las pantalla para entonar un canto a la armonía. Todo lo contrario. Como esas parejas formadas por un señor obeso y bajito y una dama alta y delgada, o por un tipo elegante y comedido y una señora bronca y desaliñada, los propietarios de los cines unían, sin mucho criterio estético o temático, "westerns" con "musicales", dramones lacrimógenos con productos de cine bélico, o aventuras de piratas con comedias mexicanas de mariachi, en un totum revolotum que no alteraba la afluencia masiva a las salas por parte de un público devorador de pipas -nunca de palomitas- y totalmente fascinado y entregado a lo más ramplón y excelso del séptimo arte.

Yo recuerdo haber visto sublimes "programas dobles" que todavía perduran en mi memoria y llenan de esplendor los recuerdos de las lejanas tardes escolares. Peter Pan de Disney y El mundo del silencio de Jacques-Yves Cousteau, fue, por ejemplo, una experiencia inolvidable, dentro de la disparidad de las dos cintas, para alimentar, al mismo tiempo, la fantasía más ingenua y la curiosidad precientífica por un mundo submarino inédito, jamás captado por las cámaras con tanta claridad y cromatismo. La visión conjunta de Los hermanos Karamazov de Richard Brooks y de Aquí están las vicetiples de Ramón Fernández constituyó un cóctel intelectual de difícil digestión capaz de poner a prueba los cerebros mejor amueblados; y dar de bruces con el Pulgarcito de René Cardona seguido de La maldición de Frankestein de Terence Fisher tuvo, en el plano emocional, las mismas consecuencias que, en lo físico, nos produce el pasar del calor de una sauna finlandesa a la frialdad de una ducha polar. Una buena gimnasia cultural para afrontar las pleamares de la vida.

Desaparecidas las antiguas salas de proyección tras la irrupción de la televisión, el video y la inmensa filmoteca del ordenador, poniendo al alcance de los cinéfilos, en pocos minutos, cualquier obra de la historia del cine, sin necesidad de recurrir a los limitados criterios de exhibición del propietario de un local, que contaba con un material muy exiguo para sus programaciones, la capacidad de elegir por parte del espectador, se ha multiplicado por mil convirtiendo un sueño, antaño imposible, en realidad. Y si uno, desde su sillón, puede fabricar su propia antología del cine, según el más caprichoso y exótico de los criterios, no es raro que la industria de la imagen diseñe todo tipo de ofertas para ahorrarnos trabajo y vendernos calidad.

La distribuidora Regia Films, desde el año pasado, lleva lanzando al mercado una colección de "programas dobles" que brillan por lo acertado de su selección, tanto de cara a los espíritus nostálgicos, como a los jóvenes curiosos ansiosos por revisar el cine de otros tiempos. En un solo disco han editado, por ejemplo, dos comedias imprescindibles de la cinematografía italiana: Rufufú (1958) de Mario Monicelli y Rufufú da el golpe (1960) de Nanni Loy, rara vez exhibidas juntas y que desmienten el tópico de "nunca segundas partes fueron buenas". Lo mismo ocurre con el disco dedicado al gran Monicelli y que recoge La armada Brancaleone (1996) y Brancaleone en las cruzadas (1970) dos visiones que, en su tiempo, revolucionaron la visión cinematográfica que se tenía de la Edad Media. Cambiando de registro el programa que Regia nos ofrece sobre el cine, injustamente olvidado, de Joseph Losey se nos antoja del todo imprescindible: El sirviente (1963) y Accidente (1967). Mención muy especial merece el díptico que Fritz Lang rodase en su regreso a Alemania en 1959: El tigre de Snapur y La tumba india. Una oportunidad excelente para entender los orígenes de Indiana Jones y que solo por ver el "baile de la cobra" interpretado por la sensual Debra Paget ya vale la pena pagar los once euros que cuesta esta pequeña joya del cine de aventuras, hoy, afortunadamente, en conserva. El respeto al metraje original sin los cortes de la censura -que, sin ir más lejos, masacró en su tiempo la serie Brancaleone- y una conveniente restauración son dos atractivos de esta colección que reserva otras sorpresas a todo gourmet de la antigua gran pantalla.