La primera incursión de Ramón Bascuñana (Orihuela, 1963) en las arenas movedizas de la narrativa breve se titula Lectores compulsivos (Alicante, Aguaclara, 2011). En sus páginas, el autor constata la vigencia de la famosa teoría de Hemingway sobre el iceberg del relato. Bajo la superficie vital de estas narraciones, se aprecia el poso de un misterio oculto, escondido en una sucesión de cajas chinas o de muñecas rusas. De hecho, los cuentos de Bascuñana son una declaración de amor a la literatura y un homenaje a algunos de sus autores predilectos. Sin embargo, las lecturas compulsivas y convulsas que recorren el libro no estorban el desarrollo de la anécdota ni impiden disfrutar de esa perversa seducción que Barthes llamaba "el placer del texto". Bascuñana ya había dado a las prensas un total de doce poemarios, una antología y alguna que otra plaquette, aunque todavía no había reunido en volumen su obra narrativa. Lectores compulsivos ha sido posible gracias a la labor que, como editor literario, ha realizado Luis Bonmatí, autor también del prólogo que precede a la selección, donde explica la génesis del libro y lanza una sugerente invitación a la lectura del volumen.

Los relatos y los poemas de Bascuñana comparten un mismo universo creativo, con las mismas inquietudes, los mismos miedos, las mismas obsesiones y unos personajes sobre los que vuela, inevitablemente, el fantasma del fracaso. En la poesía de Ramón Bascuñana hay una idea de la derrota no exenta de cierta grandeza épica. También eso aparece en buena parte de sus relatos. Casi todos sus personajes encuentran refugio en el arte, ya sea literario, pictórico, musical o cinematográfico. Ya en Hasta ya no más nunca (1999, Premio de Poesía Paco Mollá), su primer libro de poemas, la vida y la escritura eran concebidas en clave de derrota, uno de los motivos angulares de toda su poesía. Quedan las palabras (2000, Premio Nacional de Poesía Fundación Cultural Miguel Hernández), en cambio, bebe del caño del culturalismo y se encuentra plagado de geografías y referencias.

Tal vez como si nunca (2001, Premio de Poesía Esperanza Spínola), su tercer poemario, presentaba un cancionero amoroso cuyo último poema se construía con cada uno de los primeros versos de los poemas del libro. En cuanto a Liturgia de la profanación (2002, Premio de Poesía Ciudad de Morón), se inserta en la tradición del poema extenso, versicular, a modo de letanía. Más heterogéneos son los poemas de Los días del tiempo (2002, Premio de Poesía Juan Ramón Jiménez), donde el yo se proyecta sobre la infancia, cuyas sombras se prolongan hasta el presente, momento en el que confluyen todas las batallas perdidas. Este mismo carácter misceláneo reaparece en las composiciones de Retrato de poeta con familia al fondo (2003), donde las piezas cortas, ingeniosas, conviven con otras de mayor aliento, en las que lo autobiográfico se entremezcla con lo literario.

En cierto modo, Las avenidas de la muerte (2005, Premio Julio Tovar) suponía una ruptura, si no estética, sí al menos formal, con su obra anterior, ya que el poeta abandonaba el uso de la puntuación y de la mayúscula y presentaba composiciones breves e inquietantes, que, en unas ocasiones, flirteaban con la vanguardia y, en otras, recreaban pequeñas estampas cotidianas. Después viene Ángel de luz caído (2005, Premio Nacional de Poesía Mariano Roldán), donde Bascuñana juega con la estrecha relación que existe entre la vida y el arte: el yo poemático se refugia en el arte al descubrir las trampas y mentiras de la vida. En esta misma línea ha de entenderse Vera efigies (2005, accésit del Premio de Poesía Ciudad de las Palmas), ya que, a partir de títulos de canciones y películas, Bascuñana recupera la idea de la derrota: al borde de los cuarenta años, el poeta descubre que le ha dedicado lo mejor de su vida a la poesía, que no le ha devuelto nada.

En muchos sentidos, Impostura (2006, IV Premio de Poesía Marina Romero) supone una suerte de resumen, de alto en el camino, dentro de la obra de Bascuñana. Emergen en los poemas referencias a Cavafis, a Valente y a Bukowski, entre otros. La escritura poética será motivo recurrente de La piel del alma (2006, Premio Flor de Jara), su siguiente poemario. Y, por último, Donde nunca ya nadie (2007) regresa al versículo que había cultivado anteriormente en Liturgia de la profanación.

Bascuñana ya ofreció a los lectores una selección de su poesía en El gesto del escriba (2009), y ahora hace lo propio con su obra narrativa en Lectores compulsivos. La literatura cumple en los relatos de este volumen diversos cometidos, más allá de funcionar como válvula de escape frente a la mediocridad cotidiana. La palabra permite inventar una realidad paralela (Balada de todos los naufragios), redimir los sinsabores de la vida doméstica (Cuentos) o reconstruir la memoria privada, hasta el punto de que la ficción llega a suplantar los propios recuerdos (El arte del olvido). En otras ocasiones, la peripecia cinematográfica desempeña el papel reservado a la letra impresa. Así ocurre en Mis problemas con las mujeres, cruce inesperado de Te querré siempre -imperdonable traducción del Viaggio in Italia de Rossellini-, las películas de Truffaut protagonizadas por su álter ego Antoine Doinel, y la fascinación "voyeurística" de La ventana indiscreta. Si la escritura contribuye habitualmente a dignificar la existencia, también puede deformarla mediante el espejo cóncavo de la fabulación. Prueba de ello son aquellos cuentos de tonalidad menos grave, a veces cercanos a la desmitificación o a la parodia. La premisa kafkiana de El hombre sin manos, las dosis homeopáticas de Jardiel Poncela en Los Wilson o el espectro de Conrad en las aventuras marineras de Balada de todos los naufragios demuestran que la literatura es, en el fondo, una manera de ver el mundo.

La confianza de Bascuñana en la capacidad genesíaca de la palabra no se aviene con los trampantojos de la autoficción, un género más recreador que creador. No obstante, sería imprudente sostener que no hay autobiografía en Lectores compulsivos: la peculiaridad reside en que el pacto autobiográfico está tamizado por la experiencia de un letraherido. En lugar de descender al anecdotario afectivo, Bascuñana esgrime un canon particular, una historia íntima de la lectura que va cobrando forma hasta cristalizar en una ardorosa defensa del relato breve. He aquí algunos ejemplos: "Y porque te hablaba de los cuentos de Borges, que más que cuentos, son cajas llenas de palabras y de sorpresas, y de los cuentos de Augusto Monterroso, que son capaces de encerrar la vida y el misterio en muy pocas líneas, y de los cuentos de Juan Rulfo, que llegan a lo alto y grande desde lo hondo y pequeño"; "Como lectora de cuentos, Josefina Sánchez era impecable. No solo se había leído los cuentos completos de Raymond Carver, Anton Chejov, Julio Cortázar, Dorothy Parker o John Cheever...".

En Lectores compulsivos, Bascuñana ha acertado a adaptar su microcosmos literario a las convenciones del discurso narrativo. En prosa o en verso, el autor ha sabido construir una poética del desengaño, una manera hermosa y triste de decir que "al final, a pesar de los libros y la literatura, nada nos salva de nada".