Leo estos días, en edición de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, la apasionante memoria sobre Kaspar Hauser redactada por su protector el penalista Anselm von Feuerbach, padre de Ludwig, el autor de La esencia del cristianismo. Hauser no es un "buen salvaje" de los que preocuparon a ilustrados y románticos, hombre presocial al que dieron pábulo diversas obras de Rousseau o Chateaubriand, y antes que ellos Baltasar Gracián, pues no provenía de la naturaleza, sino que era fruto del cálculo humano y de la maldad civilizada. Secuestrado a poco de nacer e inmovilizado durante unos quince años en un agujero sin luz, lejos del contacto con los hombres, un buen día de 1828, ya hacia el final de su adolescencia, apareció liberado en Nuremberg. Estupefacto y desorientado, convertido en el huérfano de Europa y ejemplo vivo del prisionero de la caverna platónica que sale repentinamente a la realidad "real" que solo conoce por sombras y reflejos, el proceso de socialización de Hauser hizo del pobre muchacho una curiosidad de escaparate. Una curiosidad que duró poco, pues fue asesinado, tras un primer intento fallido, cuando apenas rebasaba la veintena.

Pocas veces tiene acceso un lector a un observatorio como este, donde debe patéticamente decantarse para estipular en qué consiste la condición humana. El pobre Kaspar, candoroso y sensible, que inspiró a Verlaine un muy hermoso poema, apenas sabía su nombre y balbucir unas palabras cuando lo soltaron, y tampoco sabía propiamente andar. Ni siquiera sospechaba que existiesen las estrellas, a cuya contemplación prorrumpía en llanto. Pese a todo, afirma Feuerbach que no era por naturaleza ni un idiota ni un demente; pero ¿era en verdad un hombre?

Hasta no hace mucho, se creía que el hombre lo era por su capacidad para usar objetos de manera instrumental: un garfio con el que extraer un nido de vencejo incrustado ente los sillares de una muralla; un hacha de sílex para desmembrar un animal. Hoy sabemos que algunos monos también fabrican, todo lo rudimentariamente que se quiera, sus instrumentos. Para Ortega, frente a los animales no humanos, el hombre no está sujeto fatalmente a leyes inexorables de la naturaleza, y de ahí el carácter mutante (léase histórico) de su mundo moral. Lo que a Platón le parecía normal (la esclavitud, por ejemplo) a nosotros nos repugna. Lo que a nosotros nos parece normal (el aborto, por ejemplo) acaso repugne a nuestros sucesores. La naturaleza del hombre la construye en parte el propio hombre: es la historia. Y aunque Lamarck negaba que los caracteres adquiridos se heredaran, el hombre lleva a cuestas la memoria de la especie según se ha ido conformando. Leyendo a Feuerbach he creído ver una luz nueva. En el proceso doloroso de la educación de Kaspar Hauser, ese niño feral "hablaba casi siempre de él en tercera persona" como si se tratara de alguien ajeno. El ser humano sería aquel que se ve a sí mismo desde dentro de la pecera que llamamos conciencia; o, si se quiere, aquel que dice "yo".