El crítico Carlos Boyero, hace unos días, manifestaba en un artículo, su negativa a revisar ciertas películas de "piratas" que le habían cautivado durante la niñez. Ante una más que probable decepción actual, optaba por dejar intactos sus recuerdos. Y los recuerdos que genera una película, no lo olvidemos, no se reducen al mero valor intrínseco de la misma: conciernen al momento vital en que fue visionada y se funden en el entramado emocional y onírico que conforma los cimientos de cualquier biografía. Carlos Boyero estaba en su perfecto derecho a no empañar su memoria.

Este cronista, en cambio, es un insensato que no puede eludir la tentación de hurgar en el pasado y hacer trizas el refugio ocasional donde guardamos la nostalgia que, no por fuerza, ha de ser enfermiza. Pocas veces, movido por la glotonería de saborear los buenos momentos, o por el veneno de la curiosidad, es capaz de evitar la búsqueda de un filme que le proporcionó instantes de felicidad. De tales osadías se nutren estos articulillos. Pero si el cine asombra, fascina, y nos abre las ventanas del mundo, en la edad en que somos más vulnerables y sensibles ¿Cómo resistirse a la contemplación de esos instantes? ¿Cómo no sucumbir, por ejemplo, a sentir las emociones de aquella tarde de 1957 en que vimos El mundo del silencio, de J.I. Cousteau y Louis Malle, descubriendo las entrañas del mar? ¿Cómo eludir la ocasión de revisar El desierto viviente de James Algar, otro filme documental, que mostraba los secretos biológicos del mítico territorio de Arizona?

El cronista ha pensado estas cosas mientras tenía entre sus manos un libro estupendo de W. H. Hudson (1841-1922), Allá lejos y tiempo atrás, sobre la vida en la Pampa Argentina. Hudson, decía la solapilla del ejemplar, era el autor, asimismo, de la novela Mansiones verdes. Y la luz de la memoria se encendió, en color y Vistavisión, proyectando en el cerebro la versión cinematográfica, del mismo título, que Mel Ferrer filmó en 1959, a mayor gloria de su esposa, la frágil y exquisita Audrey Hepburn.

Mansiones verdes, a pesar del juicio poco generoso que hoy le merece a la crítica, fue una película de culto en su momento, comentada hasta la saciedad en las aulas y patios escolares. Jamás la selva del Amazonas -en realidad los bosques de Venezuela y la Guayana británica- había sido filmada y recreada con tal capacidad de hechizo. Daban ganas de saltar de la butaca y colarse en la pantalla para atrapar las flores exóticas, las aves del paraíso que se cruzaban en el camino del joven aventurero -Anthony Perkins- y la salvaje adolescente -Hepburn- mientras trataban de eludir las trampas saduceas del pérfido indígena Henry Silva, o los sabios consejos de los viejos del lugar, encarnados por Sessue Hayakawa y Lee J. Cob. Creo que tan solo la magnífica La selva esmeralda (1985), de John Boorman, produjo idéntico impacto visual en los espectadores de mi generación.

Ahora, cuando estoy a punto de colar en el vídeo el filme de Mel Ferrer y de echar una jarro de agua fría sobre los sueños, me digo que la sangre no llegará al río, y que, en todo caso, la experiencia no será tan frustrante como haber tenido que votar en estas malditas elecciones de 2011. Señoras, señores, en la pantalla del televisor ya están apareciendo los títulos de crédito de Mansiones verdes y se escucha el trino bullicioso de aquellos dulces pájaros de nuestra juventud.