Con la amenidad de una buena novela, Las armas y las letras nos guía por la maraña cultural de la Guerra Civil. Separa con bisturí la calidad humana de la literaria, los hechos de las reflexiones. Justifica filias y fobias. Logra veracidad sin aspirar a la equidistancia. Su enorme cantidad de datos, extraídos de las más diversas fuentes, nunca aturde: invita a la relectura, despierta la sed de otros libros. Conmueve, indigna, arranca sonrisas. Relatado con mesura, resulta arrebatador.

Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 1953), galardonado poeta -Premio Nacional de la Crítica 1993 por Acaso una verdad- y novelista -Premio Nadal 2003 por Los amigos del crimen perfecto-, ha publicado ensayos, y dieciséis entregas de su particular diario, Salón de pasos perdidos. Las seiscientas páginas de Las armas y las letras, que reelaboran el trabajo aparecido en 1994 y 2002, incluyen tres prólogos, trece capítulos, un diccionario de "las personas del drama", una cronología, y un útil índice onomástico. La impecable edición contiene casi medio millar de reveladoras imágenes, cuyos pies ofrecen una lectura alternativa a la del texto completo.

En su célebre discurso de las armas y las letras, don Quijote acabó prefiriendo las primeras: "porque el fin de las armas es -dijo- traer y mantener la paz". Sin embargo, las de Franco emprendieron "una guerra de exterminio", "practicaban y deseaban la aniquilación". Aunque se huye de generalizaciones -"no todos los franquistas eran fascistas y no todos los republicanos eran demócratas"-, queda claro que "la República defendió los ideales de la Ilustración por lo mismo que los sublevados los combatieron con inquina". Que nadie se equivoque: Trapiello rechaza que las culpas compartidas diluyan las individuales; por eso, expone los crímenes de los dos bandos; las cobardías y grandezas de quienes los integraron; la tragedia de la tercera España, que se vio obligada a elegir: "la Guerra Civil consigue que dos minorías armadas arrastren a una inmensa mayoría".

Las armas y las letras pone en evidencia a prestigiosos hispanistas, como Ian Gibson; y denuncia la ceguera de las Universidades. Constata que "los que ganaron la guerra perdieron los manuales de literatura", y la contienda de la opinión pública: la República convenció al mundo de que los intelectuales la apoyaban. No obstante, "en un bando estaba Juan Ramón Jiménez, pero en el otro, Azorín. En uno Miguel Hernández, María Zambrano y Carner; en el otro estaban Baroja, Ortega y Josep Pla". Por este ensayo desfilan personas a las que el autor admira: Unamuno, "el hombre más libre que ha dado España"; Azaña, con sus aspiraciones de paz; el diplomático chileno Morla Lynch, que salvó tantas vidas; el candoroso Miguel Hernández. A su lado, las miserias de Baroja; el oportunismo de Picasso; la fatuidad de Torrente Ballester; el exhibicionismo de Hemingway; la frivolidad de Alberti, quien consideraba la guerra, aún en 1965, la "belle époque".

La reconciliación es posible, como demostró Manuel Machado al emprender el largo viaje hasta la tumba de su hermano. Pero setenta y cinco años después de aquel "vencido y desarmado", sigue faltando autocrítica que cierre heridas; y aún carecemos de la gran novela sobre la guerra, porque la literatura "no estuvo casi nunca a la altura del momento histórico". Al menos, tenemos un gran ensayo sobre quienes escribían: por su contenido, por su honestidad, por su valentía, por su estilo, Las armas y las letras es ya una obra imprescindible.