Elvira Lindo (Cádiz, 1962) comenzó como locutora de radio. Allí creó a su personaje más famoso, Manolito Gafotas. Entre las loables excepciones a la literatura infantil mal escrita y pésimamente argumentada, figuran los siete libros protagonizados por Manolito (y los cinco sobre Olivia): divertida ironía crítica, ejemplos de cómo escribir para peques sin insultar su inteligencia. También el humor sostiene las columnas periodísticas de Elvira Lindo, recogidas en Tinto de verano, El mundo es un pañuelo y Otro verano contigo. El mismo año que obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (1998) apareció su primera novela destinada al público adulto, El otro barrio. Sin dejar sus incursiones cinematográficas como guionista y actriz, Lindo ha perseverado en la novela: publicó Algo más inesperado que la muerte (2003), obtuvo el Premio Biblioteca Breve 2005 por Una palabra tuya, y acaban de concederle el Premio El Público por Lo que me queda por vivir.

Antonia nos narra sus paradojas en el bullicioso Madrid de los años ochenta. Lo hace desde un presente que puede ser la actualidad, y salta hasta el pasado de su infancia rural, pero el núcleo son las vivencias de una joven que se enfrenta sola a su trabajo, a la ciudad, a los estertores de su matrimonio, a la crianza de un hijo. Bajo esa capa de aprendizaje individual, encontramos el retrato de la España posfranquista: la borrachera de libertad, la movida, el nacimiento de la televisión privada. Sin abandonar su prosa altamente conversacional, Lindo ha elaborado un texto mucho más autobiográfico y mucho menos humorístico que los anteriores.

Sin fuerzas ni ganas, Antonia reconstruye su soledad. Lo que me queda por vivir contiene fragmentos impregnados de pesimismo; transita por la melancolía; resulta el relato de una generación que enfrentó los espejismos de la ilusión en un tiempo acelerado; supone la aceptación de los viejos traumas infantiles, la exploración en la pérdida. La protagonista muestra su culpa por no ser la madre que ella considera que Gabi merecía y esperaba ("las madres que llegaban a su hora a la guardería, a llevar a sus hijos y a recogerlos; las madres que no tenían esa cara permanente de disculpa"). Es imposible no recordar la agria polémica que se organizó el pasado noviembre con su artículo Madres perfectas, donde criticaba el "encimonismo": "mi generación [É] tenía la ventaja de vivir en un desastre que nos inhabilitaba para ir dando lecciones de maternidad".

Al terminar la novela, me puse a buscar estadísticas sobre los años ochenta, y corroboré que los seres humanos tenemos una memoria muy selectiva. Inmersa en la pesadumbre por la difícil situación de nuestra juventud, había olvidado que quienes éramos adolescentes por aquella década no lo tuvimos mucho mejor: de 1984 a 1988, la tasa de desempleo española fue siempre mayor que la actual; entre las menores de 25 años rondaba el 50%, entre los chicos superaba el 40%. A eso se sumaban el problema de las drogas, la amenaza del SIDAÉ Hubo gente que se quedó por el camino; pero fuimos más quienes sobrevivimos. A pesar del poso de tristeza, Antonia va bordeando el abismo: Lo que me queda por vivir contiene pasajes altamente emotivos, y abre una brecha a la esperanza. Como el bolero de Omara Portuondo del que toma el título: "Lo que me queda por vivir será entre dichas / Porque el sufrir que me ha tocado lo he agotado".