Ensayo

Decía Borges que los viajes no son más que el borrador de los sueños. Para muchos europeos de los siglos XVII, XVIII y XIX, viajar a Italia era el sueño de reencontrarse con la tradición clásica, donde Roma permitía revivir el glorioso pasado, Florencia el microcosmo ideal, Nápoles el aroma oriental en un paraíso habitado por diablos, y Venecia, vislumbrar "la perla de Italia", que la llamó Taine.

El viaje a Italia suponía para muchos aristócratas ingleses el punto final de su proceso educativo. Acompañados de un preceptor procedían a realizar el "Grand Tour" por itinerarios canónicos establecidos a lo largo de los tiempos, y en el que los italianos eran meros comparsas que decoraban las ruinas, la arquitectura o el paisaje. Como indica el autor de esta importantísima obra sobre la "cultura del viaje", la aparición del italiano generaba una sensación de incomodidad en el viajero, como pueden serlo los conserjes que guardan las salas de un museo repleto de obras maestras e inertes.

Attilio Brilli, haciendo gala de un conocimiento apabullante, describe con brillantez los estímulos, nacidos de la curiosidad, que llevaban al "gentleman travaller" a recorrer Italia, y a señalar los inconvenientes de viajar en tiempos en los que había que pernoctar en inmundas hospederías, rodeados de chinches, pulgas y piojos, compartir el camino con desagradables compañeros de viaje, o con la perspectiva casi inevitable de tratar con pillos, bribones y tramposos de toda laya.

Brilli nos lleva por Italia de la mano de quienes dejaron testimonio de su experiencia. Unos, los más, en diligencia, aquel artefacto de transporte que William Hazlitt llamó "nave de esclavos", en la que la falta de espacio, el contacto físico con los otros viajeros, el mal olor, el polvo y el calor la convertían en un jaula inmunda. Otros, los menos, lo hicieron a píe, y entre estos "pedestrian tours", hubo alemanes, ingleses y norteamericanos. Después llegaría el tren, y hasta el automóvil, con el que viajaría por Italia en 1909 la gran novelista norteamericana, amiga de Henry James, Edith Wharton. Y hasta alguno hubo que utilizó el velocípedo, como la pareja americana formada por Joseph Pennell y Elisabeth Robins, quienes entre 1880 y 1890 recorrieron la Toscana, la Umbría y el Lazio en un triciclo de dos asientos y portaequipajes, y que narrarían en el libro An Italian Pilgrimage, que el propio Brilli ha traducido y editado en italiano.

El siglo XVIII fue el tiempo dorado del Viaje a Italia. Escritores, artistas, poetas, aristócratas, burgueses, recorrieron la ruta clásica que se iniciaba con la entrada en la península por los Alpes, para llegar a Florencia, Roma, Nápoles, ascender hacia Venecia y Bolonia, y regresar por Milán. En aquel tiempo nació la "literatura de viaje", que en respuesta al gusto del siglo, pretendía unir lo útil con lo ameno. El Romanticismo del siglo XIX añadió la fascinación por lo pintoresco, y las sensaciones que provocaba en el viajero la naturaleza. Brilli dedica atención a la otra Italia, apartada del itinerario canónico, y ajena al estereotipo forjado por las guías que inundaron el mercado librero inglés, francés y alemán, con una frecuencia superior incluso a la de hoy. Una Italia desconocida que empezaron a descubrir pintores a la búsqueda de paisajes exóticos, y a los que siguieron viajeros extremadamente curiosos que deseaban conocer a italianos "salvajes y bárbaros", en el tono de superioridad inherente al viajero anglosajón, para quien su país era la modernidad y las tierras meridionales de Europa representaban lo inmóvil, pobladas por gentes indolentes a quienes el sol había debilitado su voluntad. Un gran libro, pues, sobre aquellos "turistas" del pasado que, con sus inveterados prejuicios, viajaban a la búsqueda de experiencias y de cultura, es decir, de sueños escurridizos.