El cronista no bebe los vientos por las series televisivas que se eternizan en la pequeña pantalla para mayor gloria de los sufridos guionistas y los avispados productores. No le gusta adoptar en su familia a persistentes Sopranos, a histéricos Perdidos, a Mad Man sin escrúpulos que se instalan a perpetuidad en su salón e intentan compartir su cena. El cronista es un clásico y se inclina hacia la moderada síntesis del largometraje tradicional, con sus esfuerzos por ajustarse, con precisión, al canon estricto del planteamiento, nudo y desenlace. Le aburren las forzadas digresiones, los caprichosos desequilibrios narrativos a que obligan los índices de audiencia y dan lugar a una historia que huye hacia delante sin más freno posible que el climax de su propio tedio y agotamiento. No niega, en absoluto, que las series constituyen una alternativa a la industria actual del cine y a la deserción de los espectadores de las salas de proyección. Ni los ramalazos de talento que se esconden, a todos los niveles, en muchas de estas historias interminables. Se congratula, incluso, de que, por ejemplo, Martin Scorsese, y otros maestros conocidos, colaboren en el invento y firmen un "capítulo piloto". Le desconcierta, en cambio, que el resto del las partes de este autentico "cine por entregas" -no hay nada nuevo bajo el sol- lleve la rúbrica de otros realizadores, introduciendo la impronta de la desigualdad. Soporta, en fin, una "miniserie" bien planificada: Hermanos de sangre o aquella magnífica, hoy ya primitiva, Yo, Claudio; y tampoco hace ascos al excelente y entretenido ejercicio de divulgación histórica que es Los Tudor, a pesar de sus muchos borrones formados por personajes y anécdotas marginales, tan innecesarias como confusas.

Reconoce, por lo tanto, el mérito de "miniseries" estupendas, incapaces de procurar el malestar de la fatiga. Ahí está, sin ir más lejos, esa reciente maravilla de John Adams, y ese trabajo meticuloso, sobrio, e intelectual que acaba de ver, en 3 discos de 312 minutos, bajo el título de Los Mann. La novela de un siglo, de Heinrich Breloer (Alemania, 2001): un "docudrama", con la añadidura de testimonios orales y fragmentos documentales, en torno al premio Nóbel de literatura de 1929, Thomas Mann, sus seis brillantes y atormentados hijos, y su hermano mayor Heinrich Mann, autor, entre otras obras, de El súbdito y El ángel azul. Un fresco familiar e histórico que recrea, desde los años de la República de Weimar, hasta los inicios de la Guerra Fría, pasando por la terrible experiencia de la ascensión y caída del nazismo.

No se trata de una serie adictiva, por supuesto, no salen en ella romanas con las tetas al aire ni gladiadores musculosos que alegren la pupila, aunque no se escatiman las escenas "fuertes"" subidas de tono, nada gratuitas, que iluminan la vida de una familia, que, además de dedicarse a la literatura y el arte con notable éxito, no supo escapar a la irrupción de todo tipo de pasiones: la homosexualidad, la drogadicción, el incesto. Si la recreación es excelente, y el guión se ciñe a la esencia de las biografías narradas -con algunas elipsis sugerentes- la interpretación merece reseña a parte. Magnifico Armin Mueller-Stahl (el capo ruso de Promesas del Este) dando vida al autor impasible y reprimido de La montaña mágica, rivalizando siempre con su hermano Heinrich -mucho más liberal y descaradamente hedonista- ; oscureciendo a su hijo Klaus autor de las novela Mephisto, e interpretado por Sebastian Koch (La vida de los otros), o ignorando el potencial artístico del resto de sus hijos, abocados a la infelicidad o al suicidio.

¿Nos está hablando el cronista de un dramón lacrimógeno y complaciente? En absoluto. Si acaso de un telefilme meditado, brillante y emotivo que nos conduce a la reflexión y nos propone algo parecido a pensar en voz alta "¡Caramba, tengo que leer a los Mann y saber algo más sobre la cultura europea del siglo XX!".