Rechazada en los comprometidos años 60 por su presunto apoliticismo, silenciada como disidente en los 70 por el maniqueísmo ideológico que caracterizó la radicalización de la Revolución Cubana, recuperada en los 80 como alternativa estética por los nuevos creadores y canonizada en los 90 como parte de los acomodos del régimen castrista al nacionalismo poscomunista, la obra de José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976) se erige en el contexto actual como la de un clásico contemporáneo a medida que el autor recuperó por consenso (también en su país) un lugar de honor en las letras hispanas, merecido aunque no exento de paradojas: legendario por su vasta erudición nutrida en las fuentes más diversas e imprevisibles, por su cubanía esencial, reconocida y reconocible en los temas y cartografías de su obra, y por su carismático liderazgo cultural en torno a publicaciones que él mismo alentó -sobre todo la revista Orígenes (1944-1956), que proyectó su influencia más allá de sus límites cronológicos y geográficos-, la complejidad de su escritura ha hecho de Lezama un autor venerado y muy citado, pero sólo parcialmente leído, no siempre bien interpretado y codiciado como símbolo simultáneamente por los dos bandos (la Cuba oficial y la disidente, sea en la isla o en el exilio) que se disputan la tradición y la legitimidad históricas en el proceso de recomposición de la memoria simbólica del país, a partir de relatos irreconciliables por ahora. Tampoco ha sido un autor cómodo para las clasificaciones académicas que han pretendido ubicarlo en una escuela, una corriente, un movimiento, una tradición: parece asumirlas todas para a todas imponerles su sello personal. Su compleja concepción de la poesía, que propone una aprehensión de esencias por vía de lo mítico y lo esotérico en todas sus formas, se hizo eco de las más variadas tradiciones culturales -americana, hispánica, occidental, oriental- y supo hacer confluir en su estilo la mejor herencia de los clásicos castellanos con la tradición americanista intemporal, las búsquedas intelectuales del Simbolismo, los hallazgos expresivos de las Vanguardias, y las confluencias de tradición y renovación practicadas por los poetas españoles de la Generación del 27, con quienes compartió inquietudes y maestros.

Voraz lector e incansable reconstructor de lo leído al que apetecen por igual la teología y el arte, la literatura y la filosofía, la historia y la leyenda, la ciencia y el mito, Lezama ordena esa asimilación entrecruzada en el deslumbrante "sistema" referencial y asociativo (nada que ver con el término filosófico al uso) que llamó Sistema Poético del Mundo y construyó pacientemente en su ensayística, desentendido de la precisión del dato, de la exactitud de la cita y hasta del manual de sintaxis, pero basado en una cultura de ensortijada erudición e hiperbólica capacidad de imaginar en la que todo se interrelaciona, con la que articula una personal visión y misión de lo poético como catalizador de un "nuevo saber" (esotérico, analógico, intuitivo) que propone además un goce y una utilidad del hecho literario que comienzan por la dificultad misma, como advirtió en la apertura del volumen de ensayos La expresión americana (1957), fijando un exergo válido para toda su obra: "Sólo lo difícil es estimulante. Sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento".

Ese ejercicio todo lo determina en Lezama: su poesía, sus ensayos, su crítica literaria o artística, sus crónicas, incluso la conversación y la correspondencia íntimas, y, sin duda, también sus relatos y novelas. Porque cuando el lector se enfrenta a Paradiso (1966), su obra más célebre, cuyo éxito (derivado de motivos literarios y extraliterarios, pues el intento de censura que recayó sobre ella multiplicó su resonancia dentro y fuera de Cuba) significó el reconocimiento internacional del autor, descubre que es el Sistema Poético el protagonista y eje constructor de un relato aparentemente autobiográfico en el que, sin embargo, el componente de reflexión creativa termina por desplazar al referencial, metaforiza trama y acciones en una suerte de escritura iniciática y se sirve de personajes que actúan en el texto a la manera de heterónimos que son en realidad coordenadas de la poética trascendentalista del autor. La consecuencia inevitable es también la característica más marcada de la escritura lezamiana: su peculiar conceptismo por el que las llamadas asociativas que todo texto realiza a sus lectores y que remiten al sistema cultural en el que se inscribe no sólo amplían extraordinariamente (y deliberada, programáticamente) la enciclopedia implícita del texto -los datos de la historia, el arte, la filosofía, la literatura misma-, sino que exigen una lectura acorde con el código o el método personal con que el autor hace suyos esos datos. Y esa voluntad de acumulación y fusión de materiales culturales para decantarlos y hacer con ellos algo nuevo y propio -que traducía a un proyecto estético la temprana intuición de ser heredero de una cultura en cuyo vasto acarreo histórico se funden cuatro continentes- fue un programa no sólo literario o individual, sino cultural y colectivo que, a través de lo que llamó "lo transmutativo" (un rasgo que atribuye a lo americano como hecho de cultura), ofrece lo que será otra clave de su obra: la relectura o reconstrucción de la tradición cultural.

Con Muerte de Narciso (1937) se tradujo ese programa a la renovación poética de formas y esencias que se consolidaría progresivamente con sucesivos poemarios y abundantes ensayos y conferencias. Son textos donde aquella emblemática dificultad invita y clausura, revela y oculta, nos atrae y nos reta con la misma intensidad, a través de un lenguaje indescifrable a veces por superabundancia de significados y mediante los dispositivos retóricos propios de un estilo que, como él, podemos llamar barroco (y que sería culterano y conceptista a un tiempo) con el que intentó fundir en uno los dos modos de lo poético (el canto a lo interior y a lo exterior del hombre, la confluencia entre lo inmediato y lo trascendente), para interpretar y transmitir una relación "reveladora" de la poesía con las circunstancias a la que subyacía una gran propuesta cultural: el rescate de una cubanidad que Lezama sentía incompleta por estar anclada en una autocontemplación superficial -lo costumbrista, lo folclórico, lo negrista-, o en una falacia especular resultado de la inercia de copiar modelos europeos. Apoyado en su arsenal culturalista y en invitaciones al trascendentalismo poético, exhibiendo una originalidad que paradójicamente se sentía deudora de una antigüedad milenaria y ofreciendo deslumbrantes hallazgos verbales ajenos tanto a los "cristales helados" de la poesía pura como a los logros rítmicos y sonoros del negrismo, intentó consolidar por la poesía (destinada según sus convicciones a ofrecer por anticipado las "imágenes posibles" de un futuro mejor) una "sensibilidad insular" capaz de apresar e integrar instancias más universales, tan lejos de la mentalidad culturalmente colonizada como del rechazo hacia lo recibido, y obediente sólo a lo que definió como "el saboreo de nuestra omnisciente libertad" y consideró otro rasgo del hecho americano.

Inevitablemente, esa omnisciente libertad que asumió también como conducta vital hubo de colisionar con su contexto en la convulsa historia contemporánea de Cuba, aunque el autor se mantuviera siempre al margen del poder político, no encontrara acomodo en ninguna de las corrientes ideológicas de su tiempo, ni se reconociera con la capacidad (ni el interés) para crear otra que no fuera la peculiar política poética de "salvación por la cultura" que destiló la revista Orígenes. Más tarde, los dogmatismos de la Revolución darían también ocasión y motivos para nuevas colisiones con la terca coherencia lezamiana, pese a que el autor demostrara entusiasmo por los cambios que aquel acontecimiento prometía al principio. De su sombrío y creciente desencanto -que pagó con lo que Virgilio Piñera, compañero de ostracismo, llamó "la muerte en vida"- rinden testimonio sus últimas obras: la novela Oppiano Licario y los poemas de Fragmentos a su imán (1977), donde la proyección del autor y su circunstancia sobre una voz introspectiva, desgarradamente personal y de una angustia mucho más circunstancial que trascendente revela facetas distintas tanto de su producción anterior como del coloquialismo coetáneo, con las que dio continuidad a una influencia sobre sucesivas generaciones literarias, dentro y fuera de Cuba, que aún continúa.