Novela

Tras más de cuatrocientas páginas desgranando de modo exhaustivo la durísima vida del protagonista, el reciente Nobel Vargas Llosa concluye en el Epílogo de El sueño del celta: "El nombre de Roger Casement se fue abriendo camino hasta ser aceptado como lo que fue: uno de los grandes luchadores anticolonialistas y defensores de los derechos humanos y de las culturas indígenas de su tiempo y un sacrificado combatiente por la emancipación de Irlanda" (página 449).Punto y casi final. He ahí el resumen de una vida para unas líneas de la enciclopedia, para un apunte que soltar en la conversación. Sin embargo, para un novelista, hay más, mucho más, he ahí su función: rodear el misterio que envuelve la biografía de un hombre; cantar su luz y explorar sus sombras; hablarnos del héroe (lo fue para los irlandeses) traidor (lo fue para los británicos); seguirlo casi paso a paso por las espesuras del Congo o del Putumayo amazónico mientras, como enviado del gobierno de Londres, levantaba acta del horror que presenció en las explotaciones caucheras; abismarnos en sus luchas interiores a medida que va tomando conciencia de su destino como nacionalista irlandés radical y católico converso; acompañarlo cuando se eleva en pro de la libertad y escribe poemas a su patria sometida, pero también cuando anota y contabiliza en su diario un comercio sexual: " Baños públicos.

Stanley Weeks: atleta, joven, 27 años. Enorme, durísimo, 9 pulgadas por lo menos. Besos, mordiscos, penetración con grito. Dos pounds" (298). Como siempre en Vargas Llosa, una aspiración de totalidad, un deseo de suplantar la realidad de los datos objetivos por la invención novelística, que supone, adivina, intuye: que quizá sea la realidad de las realidades. Roger Casement fue un irlandés de 1864 que acabó ahorcado por traición a la patria a punto de cumplir los 52 años. ¿ Cuál era su patria, cuál la patria de sus verdugos? Sirvió como puntilloso y arriesgado cónsul a la Corona británica y por ella estuvo varias veces al borde de una muerte atroz e ignominiosa a manos de los criminales explotadores de indígenas en el corazón de las tinieblas congolesas o de la Amazonía.

"Un especialista en atrocidades", lo llamó sir Edward Grey, ministro de Relaciones Exteriores británico. Pero mudó sus fidelidades patrióticas y se convirtió en resoluto luchador por la independencia irlandesa frente al gobierno al que antes había obedecido y que lo condenó a muerte y ejecutó tras haberlo capturado cuando alijaba armas para la rebelión del Eire. El héroe que luego fue traidor, según los ingleses. El traidor que luego fue héroe, según los irlandeses. La historia de esta conversión es el hilo conductor de El sueño del celta.

Así titula Vargas Llosa su novela, como Casement tituló "un largo poema épico sobre el pasado mítico de Irlanda" (pág. 145) que escribió en 1906 y que recordará en su celda final donde aguarda al cadalso: había sido aplastado en sangre, como él predijo, el Alzamiento de Semana Santa irlandés contra el Imperio de su Graciosa Majestad, pero aunque sólo fuera "por un brevísimo paréntesis de siete días, el "sueño del celta" se hizo realidad". Se divide la narración en tres partes ( El Congo, La Amazonía, Irlanda), alternado cada capítulo en que avanza la trama con otro que cuenta sus últimos momentos reflexivos antes de ser ahorcado: la vida como un intenso flashback, esa vida llena de dudas y traiciones (hasta la de un íntimo amante disfrazado de colaborador) pero que vivió con admirable y sobrecogedora presencia de ánimo: " Su vida había sido una contradicción permanente, una sucesión de confusiones y enredos truculentos, donde la verdad de sus intenciones y comportamientos quedaba siempre, por obra del azar o de su propia torpeza, oscurecida, distorsionada, trastocada en mentira" (265).

La información que maneja Vargas Llosa para crear esa búsqueda de Casement en que consiste la novela es apabullante (y en ocasiones apabulla la lectura).

Asistimos a los "chicotazos" sádicos y estremecedores del teniente Francqui a un casi chiquillo (57); a la decapitación de una mujer que perpetra el antes suave Carlos Miranda (253). Vemos desfilar una galería completa de la abyección y la vileza humanas, un horror sin límites ("¡ El horror, el horror!", que clamaba el personaje de Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas: el Conrad que, por cierto, no firma la petición de clemencia para Casement, como se lee en la página 71 y siguientes) traído por los explotadores que precisan y exigen el caucho sobre unos indígenas que no entienden qué es ese progreso, esa civilización que les llega a fuerza de latigazos, mutilaciones, secuestros y muerte.

Casement va tomando nota por encargo del gobierno londinense (empresas británicas eran accionistas importantes de las explotaciones caucheras) de la sinrazón y la locura del colonialismo, preparando informes tremebundos, anotados al detalle, que causan revuelo y odios inmediatos. Y tras dejarse la salud en su empeño de denuncia, Casement se centra en luchar por la independencia de la Irlanda que piensa subyugada por los británicos: el final, la horca inglesa. Una horca que le llega en medio del desprestigio que sobre él vierten los afines al gobierno británico y sus enemidos de siempre.

Léase, por ejemplo, la carta que envía a Casement el todopoderoso cacique del Putumayo, Julio C. Arana, el responsable final del horror, que se permite dar lecciones morales al reo de muerte basándose en esos diarios de tanta crudeza homosexual que escribió. Vargas Llosa no cree que Casement viviese cosas como "Praça do Palácio: uno gordo y durísimo. Sin respiración. Gotas de sangre en calzoncillo. Dolor placentero" (299). Por el contrario, defiende a su protagonista: " Mi propia impresión -la de un novelista, claro está- es que Roger Casement escribió los famosos diarios pero no los vivió, no por lo menos integralmente, que hay en ellos mucho de exageración y ficción, que escribió ciertas cosas porque hubiera querido pero no pudo escribirlas" (449).

Es decir, una novela que aspira a abarcar todo el inabarcable espacio de la vida de un hombre. Sin niñas malas, tías julias, uranias ni visitadoras (notable la ausencia de mujeres principales si exceptuamos la mentora irlandesa de Casement: sólo víctimas), con algunos líos narrativos confusos entre manos cortadas y penes machacados (página 89). Con esa manera de contar de Vargas Llosa que emboba, arrastra, hipnotiza y demuestra una vez más que, en efecto, la muerte lo encontrará escribiendo, pues, pasados los 70 años, escribir un prodigio como El sueño del celta mueve a envidia, admiración ilimitada y aplauso cerrado.