Historias de azar

El mundo es un lugar extraño donde lo extraño es no encontrarse y lo habitual es la coincidencia, la serendipia, las vidas trenzadas por el azar. Esa es la premisa que descansa en las historias de Que el vasto mundo siga girando, la ganadora el año pasado del National Book Award de Estados Unidos. La hilazón entre los personajes es el paseo que, en 1974, dio el funambulista Phillipe Petit entre las Torres Gemelas: a partir de esa única imagen, poderosa como todas las que nos remiten a un individuo enfrentándose a lo imposible, y del deseo de McCann tras el 11-S de escribir una historia donde el World Trade Center tuviese un papel central, está armada toda la narración.

Los personajes, de uno u otro modo, están relacionados con la hazaña de Petit, lo cual sirve de excusa para contarnos su historia: por un lado, un sacerdote irlandés que cuida de las prostitutas del Bronx recibe la visita de su hermano; un grupo de madres que han perdido a sus hijos en Vietnam se reúnen en casa de la mujer del juez que juzgó a Petit, destacando entre ellas una habitante de ese Bronx; unos hackers californianos se enteran de la noticia e interceptan las cabinas de los alrededores de las Torres Gemelas; la propia historia del juez donde condenaron a Petit a una multa de un dólar por cada piso de las torres gemelas y a actuar gratis para los niños; dos artistas en desintoxicación que sufren una traumática experiencia y que se verán envuelta en la última de las historias, la de la madre de una de las prostitutas, que también ejerce como tal, y la batalla por la custodia de sus nietas. Sin olvidar la del propio Petit y su entrenamiento.

Expuestas de este modo, las historias de Que el vasto mundo siga girando pueden parecer un simple puzzle, un juego de escritura poliédrica, pero poseen una fuerza atrayente a través del dibujo de sus personajes. McCann crea personajes puestos al límite, no ya en situaciones especiales, sino en su periplo vital, y los zarandea hasta asomarlos al barranco final, los sitúa ante la última prueba y los deja allí, para acometer la narración de una nueva historia que tenderá lazos con la anterior. En este modo de narrar, no es tan importante asistir al desenlace de las historias como la obligación en la que el autor nos pone de tomar partido por los personajes, somos nosotros los que tendremos que salvarnos o condenarlos, al margen de que se nos narre, siempre en las siguientes historias y de forma trivial, cómo acaban. Para entonces, ya no nos importa tanto la suerte individual de esos personajes como el peso que sus decisiones han tenido para la trama y que, como único recurso para que la ésta no se cierre sobre sí misma, contiene una última historia-epílogo que transcurre en la actualidad, y que supone una especie de redención para los personajes.

Es posible que, tal y como está aquí expuesto el esqueleto de esta novela, les recuerde a la trama de otra obra narrativa que ha estado en boca de todos últimamente: la serie de televisión Perdidos donde un reparto coral de personajes estuvieron buscando su redención personal durante más de cien películas. No parece casual que el creador de la serie, J. J. Abrams, haya comprado los derechos de Que el vasto mundo siga girando para hacer una película, y seguramente volverá a acertar en el retrato del ciudadano occidental a principios del siglo XXI: hombres y mujeres perdidos, buscando una salvación que, con suerte, no existe.