En el archivo digital de este diario (una hemeroteca de setenta y cinco años comprimida en la red), uno de los primeros ejemplares que puede consultarse es el del 30 de diciembre de 1941. El titular destacado es: «Los japoneses ocupan Ipoh». Ahora sería improbable que la noticia de cabecera fuera «Derrota del Daesh en Alepo», fundamentalmente porque el papel no puede competir con la instantaneidad de los medios audiovisuales pero también porque aquellos eran tiempos de zozobra incomparable: Pearl Harbour había sido bombardeado tres semanas atrás, los nazis ocupaban Europa desde el Canal de la Mancha a los arrabales de Moscú y el mundo apenas había iniciado una hecatombe que cuatro años más tarde acumularía sesenta millones de víctimas. Sin embargo, los lectores de ese ejemplar primerizo no sospechaban la magnitud del aquelarre y aquella mañana descubrieron que existía un lugar llamado Ipoh en Malasia, paradójicamente hermanado en la actualidad con Fukuoka, una ciudad japonesa. Eso es reconciliarse.

Naturalmente, los japoneses hubieran ocupado Ipoh aunque el periódico no hubiese informado, pero los alicantinos de hace setenta y cinco años no podrían haberlo sabido; lo que, a efectos prácticos, implicaría la inexistencia de un combate invisible en un lugar del que jamás oirían hablar. La imprenta y el desarrollo de las comunicaciones crearon el flujo informativo y éste al hombre moderno. La proximidad espacial y temporal del mensajero (el corresponsal se desplazaba en avión y transmitía por teléfono o telégrafo, mientras que la derrota de la Armada Invencible llegó a Madrid mes y medio después de haberse producido) y la periodicidad sin pausa de la información (diaria, semanal o mensual, pero siempre constante) expandieron el conocimiento de una forma inimaginable para los espartanos de Leónidas: sufrieron una derrota, pero no sabían demasiado sobre los persas.

Setenta y cinco años abarcan un estimable alud de «Ipohs». Cito a vuelapluma: una panoplia de guerras (la segunda mundial con su epitafio atómico, pero también Corea, Vietnam o las del Golfo), la llegada del hombre a la Luna, los magnicidios de Gandhi y Kennedy, la irrupción de China, el descubrimiento de los antibióticos, el triunfo del cine como nuevo arte escénico de masas, la secularización de Occidente, el Telón de Acero y la caída del Muro de Berlín, los vuelos transoceánicos, la descolonización, el universo paralelo creado por la revolución tecnológica, la estructura del ADN , la relatividad, el Big- Bang y el bosón de Higgs, el 11-S y la cuarta guerra mundial (parece una réplica actualizada del atentado de Sarajevo de 1914), la crisis medioambiental jalonada por Chernóbil y Fukushima, la universalización del deporte o la difusión a trompicones del «código democrático», un estatuto ético que es causa y a la vez consecuencia del progreso material. Es una lista abierta que nunca podríamos haber incorporado a nuestra base de datos sin el sufrido papel. Y una amplia base de datos es presupuesto de una cabal capacidad crítica.

Los agoreros vaticinan el inminente apocalipsis de este provechoso circuito, como si el potencial analítico de los medios impresos no pudiera trasladarse a un nuevo formato optimizando su difusión. Son los mismos que están contribuyendo en nombre del sacrosanto beneficio a transformar al lector de antaño en un espectador ágrafo que consume imágenes huecas. La exaltación de la risotada fácil y el melodrama casposo ha acarreado incluso la banalización de la función informativa, que ahora se ofrece en formato de tertulia cacharrera sin escrúpulos de objetividad. Mientras escribo estas líneas, los platós concentran sus urgencias en la boda del ex-Papa del Palmar y una de las monjas de la secta, los problemas matrimoniales de los padres de una niña desaparecida y el penúltimo regalo de Pedro Sánchez a los expertos en criptografía política a su pesar, unos cuarenta millones de españoles adultos: «Sobre el denominador común de la regeneración democrática puede pivotar una fórmula transversal que dé salida al bloqueo».

Todo esto es noticia y la única explicación plausible es la ramplonería incontrolable de la red, una jungla mostrenca de gurús prescindibles, y la degradación de los medios audiovisuales, que hoy son esencialmente un spot entreverado de entretenimiento zafio o plúmbeo según horario y cadena. Además, la reconversión forzosa del papel al plasma tampoco garantiza que se invierta la tendencia del consumidor a preferir una descripción visual de la realidad comentada en 140 caracteres con faltas ortográficas en favor del farragoso proceso de leer en el ordenador una versión más extensa pero también más fiable. Esto obliga a adaptarse para perdurar, que el darwinismo también incumbe a las ciencias sociales. Se habla así de suscripciones imaginativas, enlaces profusos, servicios complementarios y, ante todo, de esa pócima casi olvidada de divertir informando. Tal vez funcione. Entre un réquiem prematuro y la complaciente cursilada «y que cumplas mucho más», mi melancólica esperanza reside en el eslogan de aquella aseguradora que lustraba un andén ajado del metro madrileño: «Enhorabuena: hoy es el primer día del resto de su vida». Una perogrullada moderadamente animosa.