Toñi Santiago interrumpe a su interlocutor, que le está resumiendo el comunicado que ETA ha publicado hace unas horas en Gara. «Más de lo mismo. ¿Le van a pedir perdón a mi hija? No, porque está enterrada. ¿Y dónde está Josu Ternera? ¿De Juana Chaos? Los terroristas están libres por la doctrina Parot o por estar enfermos. Tienen mi desprecio ellos y los que permiten que salgan a la calle».

Con la madre de Silvia Martínez no se puede discutir de derecho o de política. Hace muchos años que para hablar de empatía exige primero que se pongan en sus zapatos, clavados en el peldaño más alto de la escalera del dolor. Es donde fue condenada por ETA a vivir perpetuamente el 4 de agosto de 2002, fecha del atentado contra el cuartel de la Guardia Civil de Santa Pola. Desde donde está, el castigo más severo que pueda imponer la ley española parece blando y cualquier concesión política a los terroristas, una traición a los inocentes. En su lógica helada no hay desarme ni carta de disculpa que cambie un esquema donde los asesinos tienen mejor vida que las víctimas. La suya es una de las cinco familias rotas por la acción terrorista en la provincia: ETA deja tres muertos en Mutxamel (1991) y dos en Santa Pola (2002) en sus muchas campañas contra el turismo. La bomba en el Hotel Bahía de Alicante (2003), con ocho heridos; el ataque contra el Hotel Nadal de Benidorm (2003) y la detonación en el Hotel Port Dénia (2005) completan los grandes éxitos de su currículum en Alicante.

Cuando se le lee que ETA quiere «mostrar respeto a los muertos, los heridos y las víctimas que han causado» sus acciones «en la medida que han resultado damnificados por el conflicto» y que lo sella con un «lo sentimos de veras», mira vacía señalando el suelo que pisa. No quiere venganza, pero tampoco perdón para ellos. «¿Pero es que alguien se cree a ETA? En el juicio me giré y les pregunté en qué bando de ese conflicto estaba mi hija. Se rieron. Mi perdón no lo tienen, pero yo no quiero matarlos. Ni así volvería mi hija. Ni siquiera a ellos les deseo que pasen por lo que he tenido que pasar yo».

De repente, la expectativa de tener el tipo de análisis reposado, y con concesiones a uno y a otro que espera un medio de una persona cercana a un tema de actualidad se antoja estúpida. ETA ha escrito una carta en la que pide perdón con la boca pequeña a cambio de que la Historia diga que no fue una asesina de ciudadanos sino una de las facciones de una guerra. Material de primera para politólogos y analistas; pero simple ruido y más malestar para una persona que perdió a un ser querido «porque a ellos les salió de las narices», como añade Toñi.

«Piden perdón pero no paran de justificarse. Piden perdón a las víctimas que no tienen que ver con su causa, como si políticos y agentes de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado hubiesen querido una guerra. Sí es verdad que han participado; los etarras ponían las pistolas y ellos las nucas». Miguel Ángel Alambiaga, supervivente de la matanza del cuartel de la Guardia Civil de Llodio en 1989 y delegado de la Asociación de Víctimas del Terrorismo en la Comunidad, habla con amargura de la carta publicada en Gara. Hace notar que los terroristas los utilizan como presuntos destinatarios de sus gestos, comunicados y actos de contrición, cuando en realidad están dirigidos a los poderes y a la maleable opinión pública. «Esperan tener atención internacional, es propaganda. Y espero que no saquen ningún beneficio o privilegio de esto, que el Gobierno no vuelva a bajarse los pantalones y a hacer un acercamiento de presos dentro de tres meses». «Esta carta es más de lo mismo. Lo que tienen que hacer es decir dónde están los zulos, entregar todas las armas y aclarar los 300 asesinatos que siguen sin esclarecer, no dar cuatro pistolitas como hicieron la otra vez».

«Más de lo mismo», responde también Alberto Gallego. Más allá de compartir una vida que se dobló el mismo día, las dos familias de luto por el atentado de Santa Pola no tienen mucho contacto: que no haya argumentario realza la elocuencia de la respuesta que todos dan espontáneamente al comunicado. Su padre, Cecilio, murió en la misma detonación que Silvia Martínez mientras esperaba el autobús en una parada cercana al cuartel. Se ha enterado de la noticia pero transmite desinterés total. Con cansancio, repite: «que entreguen todo y que cumplan con todas las causas pendientes que tienen». Para moverle de su punto de vista hace falta algo más que otro gesto calculado como el de la entrega de una pequeña parte de su armamento de 2017.

«No me aporta nada saber lo que dicen. No es un perdón de corazón. No tienen. Y aunque lo fuera; yo puedo perdonar cosas perdonables, y lo que han hecho no lo es». Emilia Egea acaba de despedirse de sus nietos y se presta a hablar sobre algo que le acelera el pulso. No es el comunicado -lo ha visto por la tele sin dedicarle más atención que al resto de noticias-, es el cráter que dejó la bomba de 50 kilos que el comando de Idoia López alias «La Tigresa» colocó en un coche en Mutxamel en 1991. Lo único que entiende es que su marido, el gruista que llevó el vehículo hasta el descampado, murió allí. El resto es política, cosas borrosas e incomprensibles. No hay nada, dice, que puedan hacer los autores por ella. La etarra López, que salió de la cárcel el año pasado, «no existe» para ella, ni aunque «la tuviera delante». «Esa mujer no debería ver la luz del sol», zanja.

Se le pregunta si le cuesta cruzar el muro que separa el lugar donde falleció Francisco Cebrián, padre de sus tres hijos, y donde se presta a ser fotografiada. Contesta que sólo los primeros días, hasta que aceptó que «tenía que hacerlo» y que debía ser «otra calle más».

Aunque Juan Carlos, hermano de Alberto e hijo de Cecilio, tampoco da mucho valor al texto -«empezamos mal si tienen que hacer distinciones en su carta de perdón»-, no cierra la puerta a los etarras Andoni Otegi y Óscar Celarain, autores de la explosión de Santa Pola. Si el arrepentimiento «fuese de corazón» y estuviera acompañado de una colaboración total en lo poco que se puede reparar, Juan Carlos sí se reuniría con ellos para escucharles. «Yo creo que sí aceptaría. Me gustaría preguntarles qué han conseguido con todo esto. Le preguntaría lo mismo a toda la gente que les justifica y les apoya». Habla hacia víctimas y verdugos cuando dice que «no se puede vivir odiando eternamente», como si quisiera mantener su fe en el ser humano pese a todo lo que le ha visto hacer.

Toñi sólo se fía «de las personas». Los 15 años de oscuridad a los que le confinaron Otegi y Celarain le han dejado una certeza sobre ellos: lo que ella le haría a sus hijos. «Los acogería y los cuidaría. Los sacaría de esa familia para que crecieran sin odio».