Esta es una historia de violencia insoportable, lúgubres paisajes y atrocidades. Un retrato descarnado del episodio más cruel y sanguinario de la humanidad y un genocidio sin precedentes del que también fueron testigos los alicantinos. Un total de 194 hombres de la provincia sufrieron entre 1940 y 1945 el horror nazi en campos de concentración, sobre todo en Mauthausen-Gusen (Austria). Vidas truncadas por la ciega aniquilación de Hitler, que provocaron un daño irreparable que el tiempo no ha conseguido atenuar y que, especialmente esta semana, ha vuelto a estar presente con motivo de la conmemoración del Día de la República el 14 de abril con numerosas exposiciones, charlas y actividades en toda la Comunidad.

En Mauthausen había una certeza: la crueldad en su estado más puro. Un horror estremecedor capaz de helar la sangre. Los alicantinos José Bonet, Joaquín Calatayud o Antonio Carbonell fueron algunas de las víctimas del Holocausto que vivieron en primera persona la sinrazón de la condición humana junto a judíos, homosexuales, gitanos, discapacitados o disidentes políticos. 6 millones de inocentes exterminados. Ninguno de ellos cometió un delito. En el caso de los españoles sólo tenían una cosa en común: ser republicanos.

Tras la victoria de Franco en 1939, miles de españoles se exiliaron a Francia en busca de la libertad. Muchos de ellos fueron capturados en la Segunda Guerra Mundial por las tropas alemanas: un total de 9.328, de los que murieron 5.185. Aunque la mayoría acabó en Mauthausen, otros fueron deportados a otros campos. Es el caso de Víctor Caparrós, nacido en Alicante y llevado a Dachau; Felipe Valero, de Torrevieja y deportado también a Dachau o José Sogorb, nacido en Monóvar y que terminó en Buchenwald.

El paso de los años no ha mermado el interés que siguen suscitando estos acontecimientos. Seis colegios de la Comunidad Valenciana, entre ellos uno alicantino (Pego) visitarán del 4 al 7 de mayo Mauthausen para conocer su historia, en una actividad organizada por la asociación Amical. Ximo Puig participará en este viaje y se interesará por el hermano de su abuelo que falleció allí. Será la primera vez que un presidente de una comunidad autónoma acuda a este campo de exterminio, según han informado historiadores de Amical.

Obsesión por el orden

La obsesión por el orden del sistema represivo era extrema. Un triángulo azul distinguía a los prisioneros como españoles y en su interior una S de «spanier». Tal y como ha relatado el historiador Adrián Blas Mínguez, la vida allí era infrahumana, no existía ley que los protegiera y las condiciones sanitarias brillaban por su ausencia. La comida era infame: sopa de nabos al mediodía y por la noche un trozo minúsculo de pan de serrín y una rodaja de fiambre que nadie sabía de dónde venía. Se levantaban a las seis de la mañana y trabajaban sin descanso hasta la puesta de sol. Sólo algunos domingos por las tardes se les permitía hablar con sus compañeros.

Los métodos de torturas eran interminables e igual de indignas eran las muertes: un tiro en la nuca, inyecciones de benzina en el corazón y ahogamientos en las duchas. Según narró Mínguez «cuando los asesinaban estaban ya muy mermados físicamente por el trabajo esclavo que realizaban en las canteras del campo. Al enviarlos a las duchas les pegaban con las porras en las rodillas y al caer les pisaban la cabeza con las botas hasta que morían». Los supervivientes pasaron más de 4 años tras aquellas alambradas hasta que el día 5 de mayo de 1945 el campo fue liberado, al acabar la guerra. Sin embargo, la mayoría no consiguió burlar la muerte y el agotamiento físico pudo con ellos en tan sólo unos meses. Del total de alicantinos, fueron asesinados 116, de los cuales dos desaparecieron. «Los alemanes lo tenían todo programado, no era gente loca, llevaban la crueldad al límite», precisó Blas.

El historiador Toni Carretero, de la Plataforma por la Tercera República de Torrent, hizo hincapié en el papel del ministro franquista Serrano Suñer como uno de los responsables de la deportación de los españoles. Como curiosidad, Carretero contó que en numerosas ocasiones determinados reclusos se encargaban de la vigilancia, siendo incluso más sanguinarios que los propios SS.

Supervivientes

Antonio Terrés nació en Rafal en 1914. Heredó de su padre la pasión de la música. Cuando estalló la Guerra en España, se alistó para defender la República y tras la victoria franquista, cruzó la frontera y acabó en Mauthausen. A su llegada le requisaron su clarinete, la más valiosa de sus joyas. Tras meses en la cantera, sus fuerzas ya flaqueaban por el duro trabajo cuando un amigo suyo consiguió robar el instrumento y se lo volvió a dar. Cuando interpretaba una melodía de forma clandestina, un kapo alemán se fijó en él y le libró de las duras condiciones para llevarlo a trabajar a la cocina, bajo techo. Su clarinete le ayudó a llegar con vida a la liberación del campo, según los datos aportados por la Plataforma por la Tercera República de Torrent.

Si en algo coincidieron muchos de los supervivientes es en su deseo de apartar esos negros recuerdos de su mente, como si de espantar a un fantasma se tratara. Es el caso de Enrique Soria, alicantino que vivió allí desde diciembre de 1940 hasta mayo de 1945. En la actualidad, su hijo Leopoldo reconoce que las lágrimas y la tristeza nunca permitieron a su padre hablar de todo lo que vio. «Se ponía a llorar sólo por mencionar el tema, no quería recordar. El vivió en condiciones pésimas pese a que tuvo la suerte de estar en la lavandería». Leopoldo ha acudido en dos ocasiones al campo de concentración y asegura que pisar aquella tierra sigue siendo escalofriante y que el rastro de barbarie quedará para la posteridad.