Un año y un mes duró el calvario de Marta. En el infierno particular de esta mujer, que prefiere esconder su nombre real, no faltaron los insultos, los gritos, los muebles rotos, ni las bofetadas o los empujones. Tampoco la mirada compasiva de los vecinos ni la imagen de su hija acurrucada en el salón llorando presa del miedo. Esta última es de las que parte el alma e hizo que Marta finalmente abriera los ojos y decidiera denunciar a su agresor.

Trece meses antes todo parecía distinto y tras una relación de muchos años marcada por los vaivenes, ella pensó que los problemas se solucionarían viviendo juntos con la hija que ya tenían en común.

Nada más lejos de la realidad. Los problemas con el alcohol y losalcohol celos de él convirtieron la convivencia en una bomba a punto de estallar constantemente. «Controlaba mi móvil, mis amistades y todo el tiempo pensaba que le engañaba con otro. Me pedía explicaciones cada vez que me veía hablando con alguien y exigía que le mandara fotos de los sitios en los que estaba».

El caso de Marta parece sacado de esos manuales en los que se detallan todas las fases de un maltrato. En un principio lo justificaba y pensaba que los celos eran una muestra de todo lo que la quería. Atribuía ese carácter tan posesivo al fracaso que él había tendido con sus relaciones anteriores. Pero tras intentar razonar, llegó la fase de rebelarse y de perder en control. «Yo no soy nada sumisa y no podía aguantar esa situación». Marta llegó a aislarse de todo su entorno. «Me daba miedo que algún hombre me saludara por la calle porque eso daba inicio a una pelea y ni siquiera mi familia podía llamarme porque él pensaba que en realidad eran mis amantes. Controlaba la ropa interior que llevaba para comprobar que no me había cambiado durante el día y hubo un momento en el que pensaba que hasta le era infiel con mis mejores amigas».

Los episodios violentos cada vez eran más seguidos hasta que una noche Marta no pudo más y en medio de una monumental pelea decidió coger a su hija, marcharse de casa y llamar a la policía. Dos días en el calabozo y un juicio rápido en el que él asumió toda la responsabilidad y del que salió una orden de alejamiento.

De aquella noche han pasado ya cuatro meses, un tiempo en el que Marta vive tranquila. Atrás ha dejado esa mezcla de sentimientos, parte de culpa, de pena y la sensación de que se podía haber hecho algo más por salvar la relación. Durante este tiempo él no ha intentado ponerse en contacto con ella ni con su hija y sabe por terceras personas que está intentando dejar la bebida, un problema al que ella achaca buena parte de lo que ha pasado. «Un psiquiatra me explicó que los celos patológicos son propios de las personas que beben, que el alcohol les modifica el cerebro y que no lo pueden controlar». Aunque lo quiere fuera de su vida, reconoce ahora lo ve como un enfermo, «lo que me ha hecho sentir un poco mejor».

No obstante, las secuelas están ahí y Marta ni siquiera ha podido volver a acostarse en su dormitorio. «Ahí ocurrieron demasiadas cosas». Tampoco puede ver noticias de casos de violencia machista e incluso ha dejado a medias un libro en el momento en el que apareció un episodio de malos tratos. Sin embargo, todo cobra sentido cuando ve que su hija está mucho mejor lejos de aquel infierno al que les había llevado su padre. Poco a poco trata de ganar el terreno perdido en su vida personal. Ahora Marta busca un empleo con el que tener independencia económica y en Cruz Roja asiste a un taller en el que comparte experiencias con otras mujeres en similar situación, «lo que me ayuda a dejar de sentirme culpable. Porque quien es violento busca cualquier excusa para atacarte». Ahora se pone en la piel de las mujeres que, al contrario que ella no se atreven a dar el paso, de romper con su agresor. «Tienen que pensar que la prioridad son sus hijos».