Los seis hombres salieron del palacete del caballero Jacobo Pasqual de Baeza a las dos de la madrugada del viernes 22 de diciembre de 1589.

Esteban solo tuvo que cruzar la plaza de San Cristóbal para entrar en su casa. Baltasar y Lorenzo se subieron a sus respectivos carruajes, que les estaban esperando, para que los cocheros les llevaran cada uno a su residencia. Antonio y los dos Juanes enfilaron juntos y con paso lento por la calle Labradores, hasta que el primero se despidió al llegar al portal de la mansión donde vivía, en la misma calle, cerca ya de la iglesia de San Nicolás.

Los dos Juanes pasaron por delante del portón cerrado de la iglesia y se internaron por la calle estrecha y oscura que bajaba hacia la calle Mayor. Se despidieron al llegar a esta calle, en cuya esquina estaba la mansión donde entró Juan Fernández de Mesa y Rocafull, de 40 años, casado con la oriolana Leonor Masquefa y padre de un niño. Había ocupado en años anteriores varios cargos municipales: justicia, jurado, racional?

El otro Juan siguió andando por la calle Mayor, en dirección a la Villavieja. Tenía 50 años, era propietario de una próspera tintorería, estaba casado con Violante Miquel y tenía cinco hijos, aunque estaba convencido de que el último no era de su sangre.

El banquete

Los dos Juanes, Jacobo Pasqual de Baeza y los otros cuatro hombres eran miembros de una sociedad que pretendía ser secreta, pero de cuya existencia estaba enterada media ciudad. Fundada unos años atrás, se inspiraba en la «Rinascita» italiana.

La «Rinascita», que reivindicaba los valores de la cultura grecolatina frente al oscurantismo medieval, había llegado a Alicante a través del comerciante genovés Lorenzo Bleu, afincado en la ciudad desde hacía varias décadas, quien controlaba buena parte del comercio portuario dedicado a la exportación de lana y a la importación de manufacturas textiles, sobre todo con puertos italianos.

Lorenzo se vanagloriaba de ser filósofo, en el sentido etimológico de «amante de la sabiduría», y, además de hacer llegar a sus amigos alicantinos libros de Dante y Petrarca, organizó en su casa tertulias artístico-literarias, que muy pronto se convirtieron en banquetes al estilo platónico, en los que se servía una comida espléndida y después se disfrutaba de lo que los antiguos griegos llamaban «sympotos», pero que Lorenzo y sus invitados llamaban «symposio»; es decir, una tertulia regada con abundante vino, en la que se debatía y se pronunciaban discursos sobre los asuntos que proponía el anfitrión. Y como en estos simposios había ardientes discusiones, y además la constante libación desataba a menudo las lenguas, provocando declaraciones inconfesables y hasta ofensas impremeditadas, que quedaban por lo general olvidadas tras un reparador sueño, se acató como primera e irrenunciable regla aquel lema que los grecorromanos seguían en sus banquetes: «Bebe o vete». Porque el abstemio no era de fiar, al tener la ventaja de escuchar todo cuanto allí se decía, sin la contrapartida de hablar bajo el influjo del alcohol.

Los componentes de esta sociedad formaban un círculo reducido y discreto. La discreción era necesaria para impedir que las autoridades locales, especialmente las eclesiásticas, conocieran los asuntos que allí se trataban, pues a buen seguro que no les habría gustado, e incluso podría ser que a alguien se le ocurriese tildarlos de punibles. En cuanto al número reducido, venía aconsejado por otra norma grecolatina en cuanto al número adecuado de comensales en un banquete: ni menos que las Gracias (3) ni más que las Musas (9).

Comoquiera que aquellas reuniones periódicas resultaron ser bastante gravosas para el bolsillo del mercader genovés, se decidió que fueran itinerantes, celebrándose cada vez en casa de uno de los miembros de la sociedad «Rinascita», o en un lugar elegido por el anfitrión de turno.

Para amenizar los simposios se acostumbró a contratar los servicios de algunos músicos, que solían tocar, con sus vihuelas, flautas o arpas, los romances y cantatas de Juan del Encina, las canciones de Antonio de Cabezón o los tientos y pavanas de Lluís de Milà. En esta noche decembrina de 1589, los músicos habían finalizado la velada con los cantos de amor de Ausiàs March.

Además del anfitrión, de los dos Juanes y de Lorenzo, también habían asistido a esta última reunión Esteban Martínez de Fresneda y Martínez de Escaplés, marido de Gerónima Zaragoza, padre de dos hijas; Antonio Venrel, antiguo combatiente en la batalla de Lepanto, casado con Josefa Buades y padre de dos niños; y el abogado Baltasar Vidaña, dueño de una casa a extramuros de la ciudad conocida como «El Palamó».

La embajada japonesa

Nada más quedarse solo y según se acercaba a su casa, el ánimo del tintorero Juan Ivorra se volvió sombrío. Durante dos décadas su vida conyugal había sido, si no feliz, al menos apacible. Pero desde hacía cuatro años el sosiego había mutado en desdicha. Todo cambió tras parir su esposa una niña en septiembre de 1585. El hijo anterior, el cuarto, tenía 9 años, y la madre 40, una edad avanzada para la maternidad, por lo que fue mayúscula la sorpresa al conocerse su embarazo.

Pero la sorpresa se trocó en sospecha cuando Juan vio los rasgos de la recién nacida. Rasgos que se hicieron más evidentes y acusadores conforme la niña fue creciendo: cara plana, ojos oblicuos, nariz roma, cuello corto y ancho? Los rumores que empezaron a correr muy pronto por el vecindario corroboraban la sospecha de Juan. Rumores que recordaban la estancia en la ciudad, nueve meses atrás, de una embajada japonesa.

Desde que el jesuita Francisco Javier arribara a la isla de Kyushu en agosto de 1549, la Compañía de Jesús llevaba realizando una meritoria labor de evangelización en Cipango (Japón). Treinta y tres años más tarde, Alessandro Valignano, que había sido nombrado en 1573 visitador de las misiones del Lejano Oriente, organizó el viaje a Europa de cuatro jóvenes japoneses convertidos al cristianismo. Pertenecían a tres familias influyentes de Kyushu, tenían entre 14 y 15 años, y habían sido bautizados con nombres cristianos: Mancio, Julián, Martín y Miguel. Valignano perseguía impresionar a la sociedad japonesa más poderosa cuando los cuatro muchachos regresaran del viaje, contando la grandeza de la Iglesia, al mismo tiempo que deseaba demostrar en Europa, y más especialmente en Roma, la eficacia de la misión evangelizadora de la Compañía de Jesús en Japón.

La embajada salió de Nagasaki el 20 de febrero de 1582 y llegó a Lisboa el 11 de agosto de 1584. Una vez en España, visitó varias poblaciones (en Madrid fueron recibidos por Felipe II), hospedándose en monasterios o conventos allá donde no había casas de la Compañía de Jesús.

En diciembre de 1584 llegó la embajada a Alicante, una ciudad en la que aún no se habían instalado oficialmente los jesuitas. Durante un par de semanas fueron homenajeados por las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, así como los nobles y principales comerciantes, que celebraron varias fiestas en su honor. Los miembros más importantes de la embajada, incluido el jesuita Diego de Mesquita, fueron hospedados en casa de Diego de Caisedo, receptor del rey. Por falta de espacio, los sirvientes fueron repartidos en casas de destacados contribuyentes. Juan Ivorra alojó a uno de ellos. Se trataba del único japonés que portaba arma: una espada ligeramente curvada. Delgado, estirado, callado y permanentemente serio, comía de manera frugal y dormía en el suelo, sobre una colchoneta de algodón. Su nombre era Katsu, que en su idioma significaba «victorioso».

Durante las noches que Katsu estuvo en su casa, no vio Juan nada sospechoso, pero nueve meses después, al nacer la niña? Tenía la piel blanca, pero aquellos rasgos orientales?

La embajada japonesa zarpó del puerto alicantino el 6 de enero de 1585, rumbo a Italia, y ya no volvió a saberse en la ciudad nada más de ella, pero Juan no se olvidó de Katsu, pues llegó a la convicción de que realmente había marchado «victorioso», al dejar plantada una semilla en su propia casa.

Juan se distanció de su esposa y, antes de que finalizara aquel año de 1585, se procuró por primera vez la compañía de una amante. Carmen era una viuda de la misma edad que Violante, aunque a él se le antojaba mucho más apetecible. Prácticamente llevaba tres años haciendo vida marital con Carmen, hasta el punto de que la había dejado embarazada.

Era precisamente la criada de Carmen quien, a pesar de ser una hora tan intempestiva, le esperaba en la esquina de su casa, para avisarle de que su ama había dado a luz.

Juan fue inmediatamente a casa de Carmen, donde le dijeron que había nacido niño, lo que le llenó de alegría. Pero ésta desapareció en cuanto vio la carita plana y los ojos oblicuos del recién nacido.

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