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Obsolescencia programada: el esbirro del consumo

La industria del electrodoméstico fabrica aparatos que duran menos pero responsabiliza a un mercado donde sólo compite quien sigue las tendencias a precio bajo

Un operario de un almacén pasa por delante de montones de lavadoras fuera de servicio. INFORMACIÓN

Todo el mundo se acuerda de la Kelvinator que sigue funcionando en la casa de los abuelos, pero nadie pregunta cuánto les costó ni cuánta luz consume. Esta reflexión es un agregado de todas las justificaciones que presentan los fabricantes y distribuidores de tecnología cuando se les pregunta por la obsolescencia programada, un término técnico y oscuro que habría acuñado su industria en una especie de conspiración para mantener a los consumidores adictos a sus productos de por vida.

Una aproximación al mercado de la tecnología doméstica, profesional y de pequeño formato revela que si bien no es fácil detectar dispositivos diseñados para fallar en un determinado momento, sí es habitual fabricar en calidades bajas y con rendimientos que no rebasen en mucho los años de garantía. A cambio, los consumidores obtienen precios bajos y objetos siempre a la moda.

Cártel, conspiración, actualidad

La historia del origen del término «obsolescencia programada» es conocida: en 1924 el cártel Phoebus de fabricantes de bombillas pacta el máximo de horas de luz que van a ofrecer sus productos. Con este acuerdo lograrán planificar con detalle las ventas futuras y eliminar del mercado productos de calidad superior que puedan hacer dudar a los compradores.

Muchos años después y gracias a internet, el mundo descubre no sólo pruebas de aquel pacto, sino también una bombilla que alumbra sin interrupción desde finales del siglo XIX en la estación de bomberos de Livermore, EE UU. Con ambos datos en la mano, internet concluyó que nos engañaron y que seguro que nos siguen engañando.

La sospecha se extendió y en 2008, en pleno auge de la las tecnológicas, Apple se vio obligada a mejorar miles de baterías de un reproductor de música después de que un juzgado estadounidense diese la razón a unos consumidores que consideraban que la duración era demasiado baja. Otros fabricantes se han convertido en la red en sinónimo de obsolescencia programada, como Epson o HP, y abundan los contenidos sobre sus mecanismos para parar la funcionalidad de sus impresoras tras un número determinado de copias.

Paralelamente, el común de los consumidores comprobaba cómo, por una razón o por otra, acababa cambiando de móvil cada dos años, de nevera cada cinco y de televisor cada tres. La mejor explicación era la tesis de la obsolescencia, tan satisfactoria como viral. Los documentales alimentaron la indignación y surgieron grupos que acusaban a toda la industria de seguir funcionando como el cártel de las bombillas.

Internet también alojó a la reacción que se mofaba de los críticos llamándolos conspiranoicos. Les espetan dos ideas: una concreta, que la causa de la débil luz rojiza de la famosa bombilla de Livermore es que el grosor de su filamento es inversamente proporcional a la potencia a la que brilla; y una más general, la imposibilidad de que haya una conjura global que incluya a toda la industria, organismos de control, universidades y centros de investigación.

Pero si bien es poco factible que exista un complot universal para engañar a los consumidores, también hay consenso general en que ya no quedan productos de gran consumo que hayan sido diseñados para acompañarnos de por vida. La vida útil de los electrodomésticos, aparatos eléctricos y electrónicos -los más señalados, por su condición de «programable»- es cada vez menor, y la tendencia se reproduce en otros sectores como el textil o el automóvil. «Probar la obsolescencia programada es difícil, pero sí existe la sensación generalizada de que las cosas no duran», reflexiona Miguel Ángel Serrano, portavoz de la organización de consumidores Facua. Entonces, ¿existe o no existe la obsolescencia programada?

Partidarios del «sí»

Benito Muros coge el teléfono en la fundación Feniss. «Sí existe, es detectable y además es algo absolutamente masivo. El 90% de las empresas que han pasado por aquí para conseguir nuestro sello no lo han logrado», cuenta al poco.

Su nombre está asociado al término «obsolescencia programada» tanto como al adjetivo «polémico». Hoy ya ha renunciado a comercializar su bombilla Iwop, (siglas de Yo, Sin Obsolescencia Programada), por la que se le llegó a tachar de charlatán, y dirige discretamente esta fundación entre cuyas actividades está emitir un sello de calidad para productos libres de estos mecanismos de autodestrucción. Casio, el fabricante valenciano de exprimidores para hostelería y hogar Zumex y unas quince empresas poco conocidas aparecen como poseedoras de su acreditación ISSOP.

Muros asegura que en sus análisis de producto han descubierto «resistencias calculadas para romperse poco después de la garantía» y «piezas fabricadas en plástico y no en material más duradero para que fallen antes». Pero antes de colgar, reparte las culpas: «Esto no es sólo responsabilidad de las empresas; muchas veces es el consumidor el que acepta un modelo y unos precios que necesariamente implican explotación en países subdesarrollados y operaciones en paraísos fiscales. La gente no se pregunta cómo es posible que les vendan camisetas a tres euros», cuenta el presidente de la fundación, con sede en Barcelona.

Es el más dado a dar la cara entre quienes denuncian la obsolescencia. Pero hay otros relatos, más cercanos, que ayudan a concebirla como algo real que nos acecha en el interior de las cosas que nos venden desde el escaparate.

El responsable del departamento de calidad de Zumex, empresa con sede en Moncada, València, con importante facturación y posicionamiento en innovación para hostelería, cree tanto en la obsolescencia que ha visto necesario desvincularse de ella. «Nosotros hacemos máquinas robustas. Son caras, pero duran: los camareros hablan de ellas en los bares como "la que nos va a jubilar a todos". Es nuestra prioridad, pero no puedo decir lo mismo de otros fabricantes, por eso hemos apostado por tener este sello de calidad», cuenta Emilio Sancho.

Técnicos de la provincia hablan de lo que ven a diario si se les ofrece anonimato. «Pues claro que existe la obsolescencia programada, es la tónica habitual. Las Epson lanzan un mensaje de "fin de uso de componentes de la máquina pasado equis tiempo"», cuenta el dependiente de una tienda de impresoras de la capital. Otro profesional del sector, especializado en ofimática, apunta que «el 99% de las impresoras domésticas deja de funcionar cuando aún le queda un 10 o un 15% de tinta».

Puede comparar rendimientos de las máquinas de antes y las de ahora, y, aunque confirma las sospechas sobre durabilidad -«una Kodak te hacía 30 millones de copias, las de ahora se estropean al llegar al millón»-, no cree que el cambio lo haya generado el fabricante, sino el cliente. «La Kodak (fotocopiadora industrial) valía 30.000.000 de pesetas; las nuevas el equivalente a 500.000 pesetas. La gente quiere máquinas baratas», apunta este técnico veterano que cubre la zona de Alicante.

Quizá el testimonio de un ingeniero industrial residente en la Comunidad y empleado durante años en el departamento de compras de una cadena multimarca de electrodomésticos sea el más esclarecedor: «Me encargaba de hacer la prueba de vida útil de pequeños aparatos eléctricos, secadores, ventiladores, planchas y otros productos de entre 20 y 50 euros. Nunca llegué a ver ninguno que durara hasta tres años; todos fallaban al poco de cubrir la garantía», cuenta. «Si alguno destacaba, con dos años y diez meses de uso, por ejemplo, se proponía para ser vendido como modelo de una marca superior», asegura. Habla de producto fabricado en China, pero de también de otras procedencias.

De sus testimonios se extraen dos ideas: para los fabricantes prima ajustar la calidad a un precio bajo y asegurar un mínimo de vida útil. Que, oportunamente, coincide con lo que marca la ley.

Línea de batalla: la garantía

Dos años es el periodo mínimo por el que según la normativa española debe asegurarse el buen funcionamiento de un aparato eléctrico o electrónico, confirma el gabinete de prensa de El Corte Inglés de Alicante. Así, este umbral se ha convertido en la línea de frente de la guerra por la opinión pública que libran críticos de la industria y fabricantes. «El único país con leyes contra la obsolescencia es Francia, quien sí castiga la fabricación defectuosa. La UE sólo hace recomendaciones mientras trabaja en un texto legal. En España no tenemos legislación más allá de la garantía, por eso pedimos que se eleve hasta los 36 meses de manera obligatoria. Esto forzaría a fabricar con mejor calidad manteniendo el precio», demanda Serrano desde la portavocía de Facua. «Esto no eleva los costes de producción de los fabricantes», remata.

Algunas marcas buscan huir de la refriega adelantando su posición. Energy Sistem, el fabricante de electrónica de ocio de La Nucía, enfoca sus productos -móviles, reproductores de música y periféricos- a un público joven que se informa en internet y se queja en las redes. Dar más cobertura que la competencia es una buena manera de protegerse de la furia del consumidor y de los trolls. «Nosotros ofrecemos 36 meses de garantía, un año más de lo que exige la ley», asegura por teléfono Daniel Havillio, director de Innovación y Tecnología. «Ahora sólo se me ocurre una empresa que pueda pensar en introducir fallos en sus aparatos: la que quiera cerrar. Las opiniones valen oro; no te puedes dar el lujo de estropear aposta tus productos. Nosotros buscamos un equilibrio entre atractivo, prestaciones, durabilidad y calidad», cuenta desde la sede de esta empresa.

Buscan un balance razonable calidad, precio y prestaciones. Pero, ¿es tres años un ciclo de vida razonable para un producto de estas características? O dicho de otra manera, ¿es posible fabricar aparatos que duren más tiempo?

La obsolescencia somos todos

«Sí. En función de la batería, puedes hacer cosas que duren diez o quince años. Pero es algo que hay que mirar con cuidado y ver si te interesa: un móvil de hace cinco años no aceptaba 4G ni podría reproducir los juegos de hoy en día», responde Havillio. La pregunta que devuelve el directivo es si está el cliente dispuesto a pagar mucho más por un aparato cuyo atractivo es que mantiene la tecnología actual durante más de una década.

José Vicente Cerdán, gerente de Suesa, empresa alicantina responsable de la cadena de tiendas Expert en varias comunidades, apunta en la misma dirección. Al respecto de la duración media de los productos, afirma sobre la mayoría que «seguramente deje de funcionar después de cumplir la garantía». Sobre la razón, apunta a que son los nuevos procesos de fabricación, menos contaminantes, y la necesidad de introducir novedades los que causan el binomio baja duración-bajo precio. Es este sistema el que permite, a su juicio, «que los hornos de hoy lleven wifi o que los móviles no tengan punto de comparación con los de hace cinco años».

Para los expertos de El Corte Inglés, entrevistados por su gabinete de prensa, la durabilidad de los aparatos ha bajado en parte porque los materiales de fabricación son más ligeros y más respetuosos con el medio ambiente. «Son más débiles, lo que lleva al usuario a sustituir antes» el aparato. Al final, es del gigante minorista de donde se extrae la idea más clara: «el mercado exige productos económicos, es una cadena que arrastra desde el montaje, con materiales de no muy buena calidad que lleva a ahorrar en costes al productor y beneficia en un precio más económico al cliente».

La obsolescencia parece ser en realidad una consecuencia de un pacto entre fabricante y comprador para que siempre haya cosas nuevas: para desarrollar novedades cada vez más rápido es necesario que los ingresos vayan al mismo ritmo. Un simple acicate para estimular el mercado, una red de esbirros programada para devolver puntualmente a la gente a su cita con el consumo. Las consecuencias, el consumo de energía, materias primas o los residuos, no importan.

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