Aunque corsario y pirata son sinónimos, y durante la Edad Media era casi imposible distinguirlos, lo cierto es que sí existe una diferencia substancial. En tanto los piratas se dedicaban al abordaje de barcos en el mar para robar, sin distinción alguna, los corsarios abordaban solo los barcos mercantes del enemigo del monarca al que servían, el cual les otorgaba la correspondiente autorización, denominada carta de marca o patente de corso.

Hace siglos, cuando los gobiernos nacionales no poseían flotas militares o eran insuficientes, sobre todo en tiempo de guerra, acudían a los armadores y navegantes particulares para que armaran sus embarcaciones y atacaran a los barcos enemigos o aquellos que comerciaban de manera ilegal.

La práctica del corso se realizó de forma bastante libre en el Mediterráneo hasta mediados del siglo XIII. Para evitar los problemas que creaban los ataques de corsarios cristianos a naves de otras naciones cristianas (dificultando el comercio y las relaciones pacíficas entre países amigos), algunos gobiernos impusieron restricciones a la actividad del corso. Así, en 1250, Jaime I de Aragón solo autorizó esta actividad a los barcos que previamente había concedido licencia.

En 1288, la corona aragonesa estableció varias reglas para ejercer el corso: juramento de atacar solo a embarcaciones enemigas, librar fianza para pagar posibles infracciones (proporcional a la envergadura de la embarcación), regresar con el botín al puerto donde había sido armado el barco corsario, y pagar al fisco una parte del botín.

Por su parte, Alfonso X de Castilla reguló también la práctica del corso en 1252, imponiendo impuestos sobre las embarcaciones y presas capturadas, incluida la venta como esclavos de moros cautivos (un 10% de lo recaudado debía entregarse a las arcas reales).

La actividad corsaria no fue sin embargo muy frecuente en el Mediterráneo hasta mediados del siglo XIV, experimentando un fuerte incremento a partir de las guerras declaradas por el monarca aragonés contra Génova 1351) y Castilla (1356). Estos conflictos supusieron unos gastos enormes para sostener ejércitos y flotas, provocando el agotamiento de los recursos de la corona aragonesa, que recurrió a los navegantes particulares, entre los cuales repartió numerosas patentes de corso. El 2 de febrero de 1356, Pedro IV otorgó unas ordenanzas regulando los armamentos de galeras y naos de armadores, «para continuar la guerra contra los Genoveses». En ellas, el rey aragonés se comprometía con «todo súbdito suyo que quiera armar Galeras (€), les proveerá la paga de un mes al sueldo acostumbrado, y los víveres para quatro meses, si lo quisiera», autorizándoles a atacar a «todos los Genoveses, todos los súbditos del Señor de Milan, y todos los Moros, salvo los del Rey de Granada (€), que los Armadores están obligados á dar al Señor Rey la parte de lo que hayan ganado, á prorrata del pan y paga que dicho Señor les haya proveido (€), que dichos Armadores puedan abrir almoneda ó almonedas en los parages que quisieren, y tomar refrescos sin pagar derecho alguno (€). En el caso de que dichos Armadores no tomasen el sueldo y los víveres del Señor Rey, no estarán obligados á darle ganancia ni derecho alguno; antes podrán salir á corso, prestando las sobredichas seguridades».

Todavía en tiempos de los Reyes Católicos se autorizaba con frecuencia la práctica del corso por no existir una armada real suficiente.

Los corsarios eran, pues, profesionales de la guerra naval. Solían ser mercaderes o patrones de embarcaciones comerciales, que en ocasiones trataban de recuperar las pérdidas que ellos mismos habían sufrido a manos de otros corsarios. También había nobles que ejercían el corso de manera ocasional, ya fuera porque estaban arruinados o se hallaban en dificultades políticas, quizá exiliados. Se financiaban de forma privada o con participación de la monarquía, en cuyo caso debían abonar una parte de los botines a las arcas reales. Usaban embarcaciones pequeñas y veloces, que no dependieran del viento sino de la fuerza de los remos, para atacar barcos de cabotaje; o embarcaciones de mayor calado, como galeras o galeotas, cuando se trataba de asaltar naves mercantes cristianas. Pagaban por adelantado un salario a los tripulantes y soldados que se alistaban de manera voluntaria, en su mayoría gente con cuentas pendientes con la justicia, atraídos por las cartas de seguridad que se les concedía, sobre todo cuando la financiación dependía en parte o en su totalidad de la Corona; si bien había veces en que, cuando las circunstancias así lo requerían, enrolaban como remeros forzosos a delincuentes.

Para hacer rentable su inversión, los corsarios precisaban conseguir botines con regularidad, asaltando barcos enemigos, preferentemente musulmanes, por estar los reinos peninsulares casi siempre en guerra con el Magreb y contar, además, con el beneplácito de la Iglesia. Sin embargo, les resultaba mucho más rentable económicamente corsear contra naves cristianas, aunque no fueran enemigas. Siempre había algún subterfugio del que servirse para excusar estos ataques, como el de que portaban mercancías musulmanas o armas para vender en África o Granada.

Considerada como una piratería legal, la actividad corsa comenzó a declinar en el siglo XVI y desapareció a principios del siglo XIX. Su última regulación («Ordenanza del Corso») fue firmada por Carlos IV el 20-6-1801.

Alicante

A lo largo de los siglos, las costas y las embarcaciones alicantinas fueron asaltadas repetidas veces por los piratas musulmanes (a los que no se les reconocía su condición de corsarios). Pero el corso también fue una actividad de la que se lucraron no pocos alicantinos, a través principalmente del tráfico de cautivos. En la década de 1420 fueron desembarcados y vendidos en el puerto de Alicante 207 cautivos musulmanes; y 117 en la de 1440.

Según Francisco Javier Marzal Palacios, de la Universidad de Valencia, el mercader alicantino Jaume Bernat vendió a comerciantes valencianos 24 esclavos musulmanes, solo entre el 25-2-1419 y el 13-9-1420, todos varones y de entre 13 y 40 años. Y el corsario alicantino Joan de Malvaseda vendió en la ciudad del Turia (entre 30-1-1420 y 13-6-1422), en solitario o junto con otros vecinos de Alicante, como el también corsario Ferran Gil, 57 esclavos musulmanes, de entre 9 meses y 60 años de edad (entre ellos 7 mujeres y 5 niños, que acompañaban a sus madres).

Pero el primer corsario alicantino del que se tienen noticias se apellidaba Albesa. Según el cronista Bernardo Desclot («Relacion histórica de la famosa invasion del exercito y armada de Francia en Cataluña en 1285; y de la valerosa resistencia que los Catalanes, Aragoneses, y Valencianos, con su Rey Don Pedro, hicieron á los enemigos en el Rosellon y el Ampurdán por tierra y por mar»), «un vecino de Alicante llamado Albesa», acudió a la llamada de Pedro III de Aragón para frenar al ejército francés, que ya había tomado Gerona. «Armó un bergantín de veinte y ocho remos, muy ligero, bien despalmado, y su gente bien armada», del que partió del puerto de Barcelona el 3 de septiembre de 1285, rumbo al grao de Narbona. Al día siguiente, Albesa divisó desde su bergantín (escondido entre unas peñas y con las velas recogidas) a trece barcos franceses mercantes, de los cuales seis entraron en el puerto.

«Aguardó Albesa á la noche, y llegada dio remos al agua, y entróse en el grao, donde sin resistencia ganó las seis que había visto entrar, y otras once que antes había; prendió y ató á los mercaderes y marineros; pasó á su bergantín la moneda, plata, y ropa mejor, y de la demás que pareció de algun precio cargó dos barcas de las presas, y las otras echó á fondo; salió á la mar, y degolló todos los presos sino los que halló de mucho rescate. Vuelto á Barcelona, hizo de los despojos almoneda que duró ocho días, y entre otras cosas había tres tiendas, las mejores que se habían visto en España, especialmente la una que iva para el Rey de Francia, tan grande y bien labrada que fue apreciada en mas de quince mil sueldos de Barcelona, y valió el despojo mas de cien mil. Descansó algunos días Albesa, y volvió otras dos veces, siempre con presa, cautivos, y otras cosas de mucho valor».

Otros corsarios alicantinos destacados fueron Nicolau Bonmatí, Pere de la Torre, Joan Sepulcre, Antoni Puigvert, Joan Borils y los hermanos Bertomeu, Jaume y Joan Segarra. Capturaban sus presas desde el estrecho de Gibraltar hasta las costas orientales del Mediterráneo, preferentemente en el norte de África, y las vendían no solo en el puerto alicantino, sino también en Valencia, Palma de Mallorca, Ibiza y Cerdeña.

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