Este año comenzó marcado por el temor al contagio de la epidemia de fiebre amarilla que estaba sufriendo Málaga.

Se trajo la Santa Faz a San Nicolás durante unos días y, antes de su devolución a la iglesia de Santa Verónica, fue llevada al templo de la Sangre de Cristo, de las agustinas. Según recogería veinte años después el jesuita José Fabiani en el apéndice de su «Disertación histórico dogmática», la fe que la anciana Matilde Boniceli tenía en la reliquia fue recompensada en la tarde del 4 de marzo con la curación de los males que la tenían prácticamente inmovilizada en su casa, próxima al convento de las agustinas: «viendo con asombrosa admiracion que la enferma estaba vestida y que se bajó al zaguan de la casa sin auxilio de nadie», para ir a ver a la Santa Faz, sus sirvientes salieron a los balcones gritando «¡Milagro, milagro!».

Para evitar que la epidemia arribara a la ciudad se extremaron los controles en el puerto, no permitiendo la llegada ni salida de ningún viajero que no contase con los documentos pertinentes. Así, a finales de julio, el brigadier José Betegon, gobernador político y militar, condenó al carpintero de blanco Ramón Porcel a ocho días de cárcel y al pago de una multa, por haberse embarcado en el jabeque inglés capitaneado por Martín Santamaría, sin pasaporte ni boleta de Sanidad. Porcel, de 40 años, fue arrestado en Cartagena, de donde regresó a Alicante.

El 8 de enero, Manuel Lastra, ayudante del regimiento de Granada, se dirigió por escrito al alcalde pidiéndole permiso para «cazar á la Gallina (¿perdiz?, ¿becada?) como es costumbre por esta época».

El 12 de marzo, Antonio Guerra, a quien le había tocado en el sorteo ese mismo día servir de soldado, denunció ante el gobernador a José Fajardo porque no se había presentado a dicho sorteo. Pidió que le declarase prófugo y que hiciese el servicio militar por él, pues según el artículo 54 de las reales ordenanzas de reemplazo, «qualquier que denunciare ó aprendiere qualquier prófugo, quede libre del servicio que le tocó, y el prófugo le haga por el tiempo señalado». Fajardo, aragonés de 27 años, llevaba catorce meses avecindado en Alicante. Fue encarcelado porque, efectivamente, no se había presentado al alistamiento de mozos. En su defensa presentó certificado del 2-1-1803 del capitán general de Cartagena, donde le concedía la licencia para retirarse, después de haber prestado servicio como artillero voluntario durante diez años. Pero aquel servicio no le eximía de presentarse de nuevo a filas, si por edad y vecindad era requerido. Los médicos militares le declararon sano, pero al ser medido en el Ayuntamiento el 24 de marzo, resultó «Corto de Talla, faltándole una pulgada». Al no ser apto para el servicio de armas, fue multado, pero como se declaró «pobre miserable», condición ratificada por el alcalde mayor, el 27 de marzo el gobernador ordenó su puesta en libertad. En consecuencia, Antonio Guerra no se libró de servir como soldado.

El gobernador recibió una circular impresa del Consejo de Castilla, fechada el 23 de agosto, en la que se añadían nuevos títulos a la lista de libros extranjeros prohibidos, cuya introducción o venta en el país sería castigada «con el mayor rigor». Estos libros o periódicos «impíos y blasfemos, extremadamente obscenos, ó contrarios á la soberanía, calumniosos y subversivos» eran «Pour et contre la Bible», de Sylvain M., impreso en Jerusalén en 1801; los números 4 y 20 del periódico «La Décade Philosophique litteraire et politique»; «Coleccion de varias piezas en Italiano», supuestamente impreso en el siglo XVIII, en Pekín; «La nouvelle Sapho ou histoire de la Secte Anandryne»; «Le Coq d'or»; «Les amours de Zoroas et de Pancharis»; «Fetes et Courtisanes de la Grece»; «Geographie mathematique, phisique et politique de toutes les parties du Monde»; y «Traité elementaire de Geographie astronomique naturelle et politique».

De los más de tres mil edificios que había en la ciudad, la mitad estaban intramuros, donde la densidad demográfica era muy alta. No había espacio para construir y estaba prohibido, por razones defensivas, aumentar la altura de los edificios, por lo que se dividían las viviendas en dos o tres y el precio de los alquileres no dejaba de crecer. El Gobierno no autorizaba el ensanche de la ciudad.

En la fábrica de tabacos trabajaban 800 mujeres, muchas de las cuales venían de partidas y poblaciones vecinas. De los 13.212 habitantes, 390 estaban matriculados como gentes de mar. Había más de cien carpinteros, sastres, albañiles, zapateros y toneleros. Estaban abiertas ocho escuelas de primeras letras para niños, nueve para niñas y dos de latinidad. Desde la promulgación de la real orden de 11 de febrero, los maestros podían establecerse libremente, sin necesidad de contar con la autorización previa del Colegio Académico.

En esta ciudad «angosta y morena», en palabras de Eduardo Irles, de «calles sucias, encharcadas, sin empedrar, sin alumbrado», donde «los aledaños de la muralla y del puerto eran vertederos (?), en este ambiente de abandono y miseria, prendió la peste voracísima».

Lo hizo el 10 de septiembre, dos días después de que la Junta de Sanidad, para prevenir la epidemia, pidiese permiso para gastar 12.000 reales del fondo de propios marítimos.

Francisco Lorente y la mayor parte de su familia enfermaron y murieron pocos días después de que entraran en su casa de la calle Mayor unos géneros de contrabando. Aquella noche el gobernador reunió a todos los médicos alicantinos, quienes dijeron que las fiebres no eran amarillas sino estacionales, y así lo firmaron al día siguiente en un documento que fue expuesto. No obstante, el gobernador ordenó incomunicar la calle Mayor, tapiándola.

Pero la enfermedad se extendió a las calles colindantes y el gobernador volvió a reunir a los médicos el día 13, que esta vez reconocieron que se trataba de fiebre amarilla o vómito negro, declarándose oficialmente la epidemia.

Muchas familias abandonaron la ciudad.

El 18 de septiembre, el capitán general de Valencia ordenó cerrar el puerto e imponer cuarentenas a las embarcaciones; y la Junta de Sanidad alicantina, reunida en Santa María, ordenó tapiar las calles donde vivían contagiados, trasladar éstos al lazareto que se estableció en el antiguo monasterio franciscano de Los Ángeles, y cerrar las iglesias, donde se prohibieron las inhumaciones. También se establecieron cordones sanitarios para prohibir la entrada y salida de la ciudad.

Desde la Corte enviaron el 24 de septiembre una circular impresa con instrucciones del médico Tadeo de la Fuente para actuar contra la epidemia, pero ésta se expandió por toda la ciudad, calle a calle, plaza a plaza, amontonándose los muertos en carros que eran llevados al cementerio del Benacantil, lleno ya antes de comenzar la tragedia. Los alicantinos reclamaron la presencia de la Santa Faz, pero los médicos no creyeron oportuno traerla para evitar la aglomeración de gente y que se propagase el contagio aún con mayor rapidez. Trajeron la reliquia a escondidas hasta la ermita del castillo. Al amanecer del 24 la mostraron por primera vez en lo alto de la fortaleza, bajo palio, avisando al vecindario con un cañonazo, seguido por el doblar de las campanas. El 2 de octubre la bajaron por fin a San Nicolás. Los alicantinos le rezaron con fervor, pero siguieron enfermando y muriendo. ¿Por qué la reliquia había curado unos meses antes a una anciana artrósica y no ponía fin ahora a la epidemia? Misterio divino.

Los cordones sanitarios impidieron que salieran los alicantinos de la ciudad. El artillero Manuel Sanz, por ejemplo, fue encarcelado en el castillo porque se empeñó en salir a la huerta para reunirse con su esposa. A pesar de ello, la epidemia se extendió a los pueblos vecinos.

Se impidió que un jabeque desembarcara contrabando, pero no se pudo evitar que una fragata danesa zarpase sin el permiso correspondiente.

El 30 de octubre, el gobernador nombró nuevos concejales, pues el Ayuntamiento había quedado inoperativo a causa de las bajas, entre muertos, enfermos y huidos. También se pidió que viniesen médicos de otros lugares; de los alicantinos, tres habían fallecido, dos estaban enfermos y solo quedaban cinco para atender a los contagiados. Algunos recetaban fricciones con aceite para acortar la enfermedad y otros recomendaban a los enfermos beber agua de mar.

Enviado por la Junta Suprema de Sanidad, el 20 de octubre llegó desde Sevilla el médico Antonio Lorite, que participó activamente en la incomunicación de los enfermos de los arrabales, llevándolos al lazareto tras sacarlos de sus casas y fumigándolas.

El 15 de diciembre se dio por acabada la epidemia, si bien el puerto y la ciudad no se abrieron hasta el mes siguiente. De los 9.443 alicantinos contagiados, 6.971 sanaron y 2.472 murieron.

En este año empezó a construirse el cementerio nuevo de San Blas.

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