Carmencita tenía cinco años y medio cuando desapareció, en la mañana del martes 7 de octubre de 1924. Su padre, Zacarías Mendivil, había sido capataz de Hidroeléctrica y falleció cinco meses antes de que ella naciera. Su madre, Carmen Borja Lillo, regentaba el establecimiento de comestibles que su difunto marido había abierto en la calle Salamanca, número 5, de San Vicente del Raspeig. Aquella mañana, Carmen, que tenía otro hijo de más edad, vistió a Carmencita con su bata de colegiala a cuadritos color marrón y sandalias. En el corsé, le colocó un imperdible con cinco medallas.

Portando un bolso con libros y costura, Carmencita anduvo hasta la cercana casa de Carlos Marbeuf, en la calle Mayor, para marchar junto con la hija de éste al colegio de doña Luisa García, situado en el número 39 de la misma calle. Pero su amiguita ya se había ido sola a la escuela y Carmencita siguió su camino.

Al mediodía, cuando Carmen fue a la escuela para preguntar por qué su hija no había llegado todavía a casa, doña Luisa le dijo que aquella mañana la niña no había ido al colegio.

Avisadas las autoridades locales de la desaparición, se efectuaron registros en las casas de las calles Mayor, del Horno y del Pozo, así como en las casas de campo más cercanas a San Vicente. Fueron registros minuciosos en los que no se dejaron de revisar cada pozo, cada aljibe. Pero no se encontró a Carmencita. Los guardias civiles y los numerosos vecinos que batieron los alrededores del pueblo, muchos de ellos a caballo o en bicicletas, tampoco hallaron rastro de la niña desaparecida. Al anochecer, se organizaron partidas armadas para vigilar las salidas del pueblo.

A primera hora del día siguiente, policías llegados desde Alicante y los guardias civiles empezaron a revisar por segunda vez todos y cada uno de los pozos y aljibes del pueblo. Hasta que al mediodía un vecino avisó de que había encontrado el cuerpo de Carmencita.

Andrés Huesca era el dueño de la casa 32 de la calle Mayor y dijo que acababa de descubrir el cadáver en el fondo de un aljibe que había en su patio. Inmediatamente fue extraído el cuerpo y examinado por los médicos Alós y Antón, que acudieron presurosos.

El día anterior los guardias civiles no habían mirado en aquella cisterna porque las dos mujeres que vivían en la casa les dijeron que en ella solo había dos pozos, los cuales revisaron. Nada les dijeron de la cisterna que había en una esquina del patio, tapada su boca con unas maderas. Fueron detenidos los cinco habitantes de la casa.

Andrés Huesca Jover, apodado el Barbudo, tenía 46 años, era fornido, de gran estatura y algo cargado de espaldas. Maestro de obras con fama de adinerado (llevaba encima 800 pesetas y un reloj de plata extraplano). Su esposa, Ángela Samper, le abandonó poco después de casarse, diez años atrás, al descubrir su homosexualidad. Habitaba el piso alto de la casa.

Francisca Jover Ferrándiz, tía del anterior, a quien tenía completamente dominado. Natural de San Vicente y de 60 años de edad. Vivió dos décadas en Monóvar, de donde era su marido. Regresó con éste a San Vicente seis meses atrás.

En la práctica era la dueña de la casa. Llevaba siempre consigo un llavero con nueve llaves. Alta y robusta, vestía «una toca negra de lana, vieja, una falda del mismo color, raída y parda de puro usada, saliéndole las mangas de la chambra por bajo de las de la blusa que se oculta bajo la toca. Su pelo blanco amarillento cae en mechones sobre su frente y sus ojos lacrimosos y sucios brillan azules en una órbita pequeña y legañosa».

Era también tía del sastre José Jover Guillén, quien había trabajado como tal en el portal de la casa, aunque tenía su domicilio particular en el número 17 de la calle Mayor. Tía y sobrino tuvieron desavenencias debido a un préstamo que le hizo ella. Éste tapió la mitad del portal donde tenía su taller y demandó a Francisca ante el juzgado porque se había quedado con unas telas y paños que él había hecho traer de Barcelona, y le debía a su esposa un dinero por haber cuidado al marido de Francisca durante casi dos meses.

Tanto odio sentía Francisca por su sobrino sastre, que se especuló con que quisiera vengarse de él a través de una hija suya, Paquita Jover Pérez, de la misma edad y altura que Carmencita, a las que pudo confundir.

Bartolomé Maruenda Payá, mucho más viejo que su esposa, Francisca. Natural de Monóvar, donde tuvo una sastrería en plaza Canalejas 3. Estaba paralítico y casi ciego.

Juan Beviá Barberá, joven mudo que vivía con Andrés.

Benita Carbonell Huesca tenía 50 años, era soltera, padecía una enfermedad mental, probablemente esquizofrenia, quizá heredada, y, como vimos la semana pasada, diez años antes había arrojado a su sobrino de dos años a una cisterna, aunque lograron rescatarle con vida.

Hacía dos meses que había entrado en la casa a servir de criada del matrimonio. De cara redonda y amplias caderas, era de gran corpulencia y su labio superior estaba poblado de abundante vello. Cuando fue detenida vestía una «blusa gris con rayas del mismo color; falda de lo mismo, pero más obscura y un delantal también gris, de tonalidad intermedia entre la blusa y la falda. Las alpargatas también son grises».

Proceso judicial

Andrés repitió en sus declaraciones lo que dijo desde el principio: que no vio el cadáver de la niña hasta la mañana del día 8, cuando fue a sacar agua de la cisterna para sus palomas; y que avisó enseguida del hallazgo, a pesar de las amenazas de Francisca y Benita, que trataron de impedírselo.

Benita confesó. Dijo que Francisca había atraído a Carmencita con engaños, regalándole peladillas. Que la metió en la habitación donde estaba su marido y luego, al sacarla al patio, ella la ayudó a arrojarla a la cisterna. No dijo nada porque Francisca la amenazó con matarla si contaba lo ocurrido. Creía que Carmencita fue utilizada por Francisca para curar los males de su marido, pues muchas veces la oyó decir que él «necesitaba una medicina para la que era preciso contar con una niña».

Francisca negó haber participado en el crimen e insinuó que pudo cometerlo su sobrino José Jover, para comprometerla y vengarse de ella.

La instrucción del caso recayó en el juzgado del distrito norte de Alicante. El juez, Ramón Alberola, se desplazó a San Vicente el día 8 a las 5 y media de la tarde, y a la una de la madrugada siguiente ordenó que los cinco detenidos fuesen trasladados a la cárcel alicantina. El día 9 se conoció el resultado de la autopsia: Carmencita fue violada y arrojada viva a la cisterna.

El sábado 11, Bartolomé confesó en la cárcel ante el juez que «el crimen brutal se cometió para satisfacer una aberración sexual». Su esposa estaba obsesionada con que él recobrase su virilidad y, por superstición y curanderismo, creía que para ello era preciso «el ayuntamiento carnal con una tierna niña».

La violación, aunque no fue total, la llevó a cabo con la colaboración de su esposa y la criada, contando detalles tan escabrosos que escandalizaron a la comitiva judicial. Unos días después, el médico José Aznar visitó a Bartolomé y, en su posterior informe pericial, certificó la degradación física y moral que padecía el anciano.

El mismo día 11 el juez decretó la puesta en libertad sin cargos del mudo Juan Beviá, y el procesamiento y prisión sin fianza para los otros cuatro detenidos. La gran expectación pública hizo que los periódicos alicantinos se vendiesen rápidamente durante aquellos días, incluidos los números extraordinarios dedicados al crimen de Carmencita.

Francisca Jover murió en su celda individual la tarde del 6 de noviembre. Su marido, Bartolomé, falleció en la madrugada del 20 del mismo mes, tras una larga agonía. En consecuencia, el día que comenzó a puerta cerrada el juicio en la Audiencia (15-6-1926), solo se sentaron en el banquillo de los acusados Benita y Andrés.

Los abogados defensores pidieron la absolución de Benita «por entender que concurría a su favor la circunstancia eximente de imbecilidad» y de Andrés porque no participó en el crimen ni trató de encubrirlo.

Pero la sentencia, dada a conocer el 22 de junio, condenó a Benita a reclusión perpetua y a Andrés, como cómplice, a 12 años y un día de prisión. Además, debían indemnizar a la madre de Carmencita con 5.000 pesetas.

Al año siguiente, como si se cumpliese una maldición imprecada por su tía, el sastre José Jover perdió, entre mayo y diciembre, a su esposa y sus dos hijas, fallecidas de muerte natural.

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