Creo que ya he comentado alguna vez en estas páginas que, buscando en las hemerotecas, bibliotecas y archivos, he encontrado historias que podrían servir de argumento para escribir una novela o, como mínimo, un relato corto. Pero la tentación de hacerlo, de utilizar esos personajes reales para redactar una narración más o menos larga, siempre se ve superada, o al menos adelantada, por mi lealtad hacia los lectores de esta sección. Después de cuatro años de escribir cada semana Momentos de Alicante, no podría traicionar a mis lectores (si es que hay alguno), privándoles de la posibilidad de conocer esas historias, esos personajes, que tanto me han sorprendido.

Una de estas historias, tremenda por la manera como pone de manifiesto la parte más áspera y tenebrosa de la condición humana, la hallé hace unas semanas en el Diario de Alicante correspondiente al 29 de diciembre de 1914.

Bajo el título «El hijo de las cisternas», el redactor cuenta la historia de un niño de dos años de edad, José Maruenda Carbonell, que «nació del fondo oscuro de una cisterna y antes de abrir sus ojos a la luz del mundo sostuvo singular combate con la Muerte y? la venció».

Los padres de este niño eran naturales de San Vicente del Raspeig. Él se llamaba José Maruenda Sogorb y, por una noticia periodística muy posterior (1926), sabemos que era carretero. Viudo y con una hija pequeña, este carretero se casó en su pueblo y en segundas nupcias con Vicenta Carbonell Huesca, quien «no trajo a su matrimonio herencia material, pero respondiendo a las leyes de la Naturaleza no pudo desprenderse quizás de alguna de esas otras herencias lamentables que se trasmiten a la sangre y que se esconden traidora y fatalmente en los nervios o en el cerebro», según dedujo el periodista.

José y Vicenta vinieron a vivir a la capital, a la calle de la República, en el barrio de Carolinas. Aquí falleció la niña, víctima de la viruela, y aquí nació poco después Pepito, el hijo de la cisterna.

¿Por qué este apodo? Una noche de 1912, cuando en el seno de Vicenta el niño se preparaba para salir a la vida, «perdió momentáneamente la razón. De manera furtiva, sin que nadie se apercibiese de la huida, corrió a un aljibe cercano y se arrojó al fondo. Pero recobrando el juicio en aquel momento, curada quizás por la impresión que le produjera el choque de su cuerpo con el agua fría, volviendo a ella el instinto de salvación, asióse fuertemente a la cuerda que sosteniendo un cubo descendía atada fuertemente en lo alto».

Amanecía cuando unos transeúntes oyeron sus gritos pidiendo socorro y lograron sacarla de la cisterna. «A los pocos días nació rollizo, magnífico, un niño». La Muerte, que esperaba en el brocal de la cisterna, hubo de marchar de vacío, aunque no se alejó mucho, ya que siguió rondando al pequeño durante los meses siguientes.

«La madre vióse privada del jugo de sus pechos para nutrir al tierno retoño». No tenía dinero para pagar los servicios de una nodriza y «como tantas otras buenas madres, no confiaba en la beneficencia oficial ni quiso avenirse a las condiciones irritantes con que esta se concede para determinados casos». Así que Pepito tuvo dificultad para crecer. Pese a ello, gracias a los cuidados de su madre y de una hermana de ésta, Benita, cumplió los dos años de edad.

Benita era soltera y adoraba a Pepito, pero «¡la herencia, la terrible herencia de sus mayores!», también había alcanzado a la tía del pequeño, predisponiéndola a sufrir momentos de locura.

El domingo 27 de diciembre de 1914, la Muerte volvió a rondar muy cerca de Pepito. Su tía, Benita, que vivía con el niño y sus padres en el barrio de las Carolinas, cogió a Pepito a eso de las ocho y media de la mañana, dormido y medio desnudo, y se lo llevó en brazos hasta San Vicente, a la casa donde vivía su hermano Juan, en la calle Agost. Llegaron allí una hora más tarde. Sin saludar a su hermano ni a su cuñada, se dirigió Benita al patio trasero cargando con el muchacho.

No habían pasado ni cinco minutos cuando Benita se reunió sola con su hermano y cuñada. Le preguntaron dónde había dejado al chico, y ella contestó que lo había acostado. A continuación, se volvió andando a Alicante.

«Pasó un rato largo. Los parientes se admiraron de no hallar al niño en el lecho, buscaron, inquirieron, husmearon y por fin descubrieron al tierno infante medio ahogado en lo hondo de la cisterna. Un hombre valeroso que acudió atraído por las voces angustiadas de la familia, un joven llamado Andrés Sogorb, atóse al cuerpo una cuerda y descendió. Poco después volvía a la superficie subiendo en sus brazos al niño que no daba señales de vida». Pero fue llevado a la cercana clínica del médico Vicente Alós, quien logró reavivarlo.

Al día siguiente, lunes, su madre fue a San Vicente por la tarde para llevárselo de vuelta a su casa de las Carolinas. Lo hizo a pesar de que el médico le advirtió insistentemente de que era mejor que le dejase descansar en cama unos días. «Y ahí le tienen ustedes, hecho un pimpollo», contaba el reportero.

De nuevo Pepito había logrado zafarse de las garras de la Muerte. De haber nacido hace tres mil años, su historia habría servido de germen para la creación de un mito; o, como escribió el redactor de Diario de Alicante al comienzo de su artículo, «si no hubiese nacido en este siglo de escepticismos, creeríasele predestinado a coronar grandes empresas: creeríasele un dios, un demonio, por lo menos un futuro prodigioso innovador».

Pero José Maruenda Carbonell no fue nada de eso. He intentado seguirle la pista a través de todos los medios que están a mi alcance, pero no he hallado nada de él. No está enterrado en el actual cementerio municipal, inaugurado en 1918, por lo que es muy probable que falleciera antes de ese año y fuese enterrado en el de San Blas, donde siguieron realizándose algunas inhumaciones hasta febrero de 1930. En cualquier caso, todo apunta a que el hijo de la cisterna, a pesar de haber burlado a la Muerte varias veces a lo largo de su corta vida, incluso antes de nacer, debió acabar en sus brazos siendo aún un niño.

La historia continúa

Pero no acaba aquí esta historia, triste y casi mítica, pero real; pues continúa a través de uno de sus personajes principales, del que volvemos a tener noticias una década más tarde, por medio de la prensa alicantina.

Se trata de Benita Carbonell Huesca, tía del hijo de la cisterna. Según cuenta el periodista al que hemos seguido hasta ahora, el juez de San Vicente ordenó su ingreso en la cárcel. Pero por noticias posteriores sabemos que, al considerársela trastornada mentalmente, fue confinada como enferma en el Hospital Provincial.

Tras salir del hospital en el verano de 1924, Benita, que tenía 50 años, entró a servir en la casa del matrimonio formado por Miguel Puche Cambrils y María Varó, en la calle Quiroga, 26, 1º. Pero a los dos meses abandonó la casa, para alivio de María, según declararía posteriormente a un periodista, ya que «tenía cierto temor de Benita, porque en numerosas ocasiones había demostrado no tener cabales sus sentidos».

Entonces Benita intentó ingresar en el asilo de las Hermanitas de los pobres, según le dijo el cura de dicha institución a otro periodista dos meses después, pero no fue admitida porque no tenía la edad mínima requerida.

Sola, desamparada, perturbada, Benita buscó durante varios días dónde vivir, dónde trabajar, hasta que encontró el lugar donde la acogieron en agosto de ese año de 1924. Fue en San Vicente del Raspeig, en la casa número 32 de la calle Mayor.

Entró en aquella casa como criada de un matrimonio formado por el anciano Bartolomé Maruenda, paralítico y casi ciego, y por Francisca Jover, de la misma edad que Benita.

La fatalidad quiso que se produjera en aquella casa una confluencia maligna. A la perversidad, crueldad, depravación y superstición que ya habitaban en aquel lugar, se unieron la ignorancia y la demencia que acompañaban desde siempre a la desdichada Benita. Las consecuencias de tan terrible confluencia tardaron solo un par de meses en ponerse de manifiesto, en unos hechos horribles en los que volvieron a estar presentes un aljibe y una criatura de corta edad, tal como veremos la semana que viene.

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