Agustín Olmeda salió de la casa de la calle Mayor donde habitaba Esteban Die ligeramente más tranquilo de cómo había entrado, una hora antes. Se dirigió hacia su casa, sin dejar de pensar en la conversación que había mantenido con el comerciante. Anochecía el miércoles 23 de agosto de 1797. Según el censo de población de ese año, Agustín era uno de los 112 varones alicantinos viudos que tenía entre 70 y 80 años. Hacía más de medio siglo que trabajaba como tonelero. Cuando empezó como aprendiz en la tonelería de su padre, en la ciudad había unos 40 toneleros. Ahora eran 130. El incremento de la producción agrícola local y del comercio marítimo en general había hecho que en los últimos cincuenta años se triplicase en Alicante el número de hombres dedicados a este oficio; si bien no todos poseían un negocio propio. Las tonelerías rondaban la cuarentena y casi todas se hallaban en una misma calle céntrica, que tenía precisamente ese nombre: Toneleros.

Pero el próspero negocio de fabricar toneles estaba en crisis, como la mayoría de oficios y comercios de la ciudad de Alicante, en la que residían cerca de 20.000 personas.

Tras salir derrotado en la guerra que mantuvo contra la Francia revolucionaria, que duró tres años (1793-1795), el rey español Carlos IV firmó en agosto de 1796 el conocido como Tratado de San Ildefonso, por el que España se aliaba con Francia y declaraba la guerra a Inglaterra. Pese a rechazar los principios de la Revolución francesa, para evitar la invasión gala Carlos IV no tuvo más remedio que aliarse con la república de Francia y entrar en conflicto con la monarquía inglesa. Además de la evidente paradoja política, dicho cambio de alianzas supuso un quebranto importante para los intereses de los comerciantes españoles, especialmente de los alicantinos. Durante todo el siglo XVIII, el comercio que se había realizado en Alicante con Inglaterra había sido mucho más importante que el desarrollado con Francia, por lo que la orden del monarca español, por imposición francesa, de prohibir la relación comercial con Inglaterra y la entrada de buques ingleses en los puertos españoles, generó entre la mayoría de los alicantinos un grave malestar y un incipiente odio popular hacia los franceses.

En Alicante, la colonia francesa era bastante numerosa y la mayoría de sus miembros se dedicaba al comercio. También ellos fueron perjudicados con el cambio político y, sobre todo, con la guerra entre España e Inglaterra, ya que los barcos franceses tampoco llegaban al puerto alicantino, por miedo a ser atacados por la armada inglesa. Por otra parte, muchos de estos comerciantes franceses o de origen francés estaban lejos de sentir un gran fervor patriótico, cuando de negociar se trataba. Esteban Die, de cuya casa acababa de salir el tonelero Olmeda, era un claro ejemplo:

Los hermanos Die eran naturales de una pequeña población francesa cercana a los Alpes. Llegaron a Alicante en la década de 1760 y se dedicaron al comercio. Andrés y Esteban Die compraron en 1775 a Tomás Vázquez todos los géneros que poseía y constituyeron, con su hermano Pedro, la compañía Die Hermanos. En 1787, Andrés se desvinculó de la compañía familiar porque se trasladó a Orihuela; y Andrés se marchó a Argel en 1796. Esteban se quedó en Alicante como gerente único de la empresa, aunque hubo de abandonar la ciudad durante los tres años que duró la guerra entre España y Francia. No fue expulsado del país porque ya estaba casado con una española: el 5 de febrero de 1783 había desposado en la colegial de San Nicolás a la alicantina Josefa Amérigo, con quien había tenido, hasta ahora, seis hijos.

Integrado plenamente en la sociedad alicantina, Esteban Die se había convertido en uno de los principales comerciantes de la ciudad. En ella había 98 mayoristas o comerciantes de puerta cerrada y 42 minoristas o comerciantes de puerta abierta. Pues bien, la empresa Die Hermanos era una de las que más volumen de importación y exportación manejaba en el puerto alicantino.

Para mantener su actividad comercial, las compañías mercantiles recurrían a los barcos de países neutrales que anclaban en la bahía alicantina. La mayoría eran de bandera sueca, pero también los había daneses, estadounidenses e italianos. En ellos traían los productos de importación (trigo, bacalao, maderas, tejidos, papel?) y en ellos embarcaban los productos que exportaban (sal, vino, barrilla, sosa?), casi todos metidos en cubas que eran fabricadas por toneleros alicantinos.

Y, como tonelero, Agustín Olmeda estaba preocupado porque este comercio no se interrumpiese. Sabía que muchos de aquellos productos que eran embarcados y desembarcados en el puerto alicantino por barcos neutrales procedían e iban a puertos ingleses, aunque de manera no declarada. Pero este detalle no le interesaba. Lo importante para él era que sus toneles fuesen comprados por los comerciantes alicantinos, y Esteban Die le acababa de confirmar un nuevo pedido. Además, le había comentado que el cónsul estadounidense garantizaba la actividad mercantil del puerto a través de naves con bandera del país que representaba.

Desde la declaración de independencia de Estados Unidos en abril de 1776, el cónsul de este país en Alicante era Robert Montgomery, fundador de la primera compañía mercantil americana en la ciudad. Era inglés, pero servía con lealtad los intereses del gobierno estadounidense, con cuyo vicepresidente, Thomas Jefferson, mantenía correspondencia desde hacía unos años.

Ya en su casa, el motivo de preocupación de Olmeda cambió bruscamente al oír las voces que resonaban en las habitaciones que ocupaban su hijo y su nuera. Casados desde hacía más de diecisiete años, no tenían hijos, pero sí peleas, demasiado frecuentes últimamente. Juan Olmeda era uno de los 505 varones alicantinos casados que tenía entre 51 y 60 años; padecía del corazón desde hacía un par de años; se mostraba seguro y afable en el trabajo, en la tonelería que algún día heredaría, pero era de carácter pueril e inseguro en su hogar, probablemente porque se dejó dominar demasiado pronto por su esposa, en opinión de su padre.

Por su parte, Vicenta Torregrosa era una de las 761 mujeres alicantinas casadas que tenía entre 41 y 50 años; poseía un carácter más fuerte que el de su esposo, que además se expandía de manera irresistible cada vez que éste pretendía demostrar su teórica superioridad conyugal.

Los gritos desaparecieron antes de medianoche, pero volvieron de madrugada, y continuaron intermitentes hasta las once de la mañana. La voz de Juan, casi siempre superada por la de Vicenta, calló un instante antes de que la abofetease en la cocina. Agustín estaba en la despensa y oyó perfectamente el bofetón que ella recibió en una de sus mejillas. En otras ocasiones habían llegado a las manos, pero esta fue la primera vez que Vicenta salió a la calle sin dejar de gritar, insultando a Juan y pidiendo auxilio. Varios transeúntes se detuvieron al verla y cada vez más vecinos salieron de sus casas, alarmados por los gritos. Agustín fue detrás de su hijo, quien trató de hacerla callar, pero no lo consiguió, a pesar de que la agarró del brazo para obligarla a entrar en la casa. En esto llegó el diputado de justicia José Reig, cuyo comportamiento sorprendió a los presentes, sobre todo a Agustín y Juan Olmeda, pues en vez de instar a Vicenta a que callase y se sometiera a su marido, la defendió diciendo que hacía muchos años que la conocía y que era una mujer de bien, por lo que no se merecía que la tratasen de aquella manera. Juan respondió que también él era un hombre de bien y que cada uno sabía lo que pasaba en su casa, al mismo tiempo que intentaba arrastrar a Vicenta al interior de la vivienda. Pero Reig se lo impidió agarrándole de la pechera de la camisa y amenazándole con llevarle a prisión.

Agustín quedó mudo y paralizado ante el insólito modo de actuar del diputado de justicia. Su hijo reaccionó, pero lo hizo de una manera infantil, corriendo hasta el interior de su casa para regresar al instante portando en la montera la escarapela de voluntario honrado. Creyéndose así con mayor autoridad, quiso volver a coger del brazo a su esposa, pero de nuevo se lo impidió Reig, quien le golpeó y le arrestó con ayuda del sargento mayor de la Plaza, que acababa de llegar atraído por el alboroto. Entre ambos se llevaron a Juan a la cárcel.

Tan atónito estaba Agustín por lo que acababa de presenciar, que aún tardó un rato en reaccionar. Olvidadas todas las demás preocupaciones, entró en su casa y fue hasta la escribanía, para redactar con mano temblorosa una carta al alcalde, protestando por la detención de su hijo y rogando se le suministrara de inmediato la gota coral que el doctor Vicente Rizo le había recetado para su mal de corazón. Una carta que se conserva en el Archivo Municipal (Legajo 19-68-6/0).

www.gerardomunoz.com

También puedes seguirme en

www.curiosidario.es