E l fundador de la Compañía de Jesús en Alicante fue Teófilo Berenguer Martínez, hijo de Luis y Josefa, bautizado en Santa María el 17-12-1565. Este jesuita poseía en la huerta alicantina una propiedad de 75 fanegas con casa y otra en el arrabal de la ciudad, de 40 fanegas, heredadas de su padre, que rentaban entre ambas unos 9.000 reales anuales.

En julio de 1610, el Consejo de Aragón autorizó la concesión de ambas heredades a favor de la Compañía de Jesús, mediante una administración fundada por el propio Teófilo Berenguer. De esta administración se encargaron Juan Ferrando y, a partir de 1618, Ignacio Berenguer.

A estas heredades se unieron otras propiedades que diferentes alicantinos fueron vendiendo, donando o cediendo a la Compañía, hasta reunir ésta en 1615 un buen número de bienes: 58 casas (22 en Alicante y 36 en la universidad de San Juan) y 21 terrenos: 8 en San Juan, 3 en la partida de Cotella, 3 en la de Alfadrami y 7 en Beniali, con un total de 301 tahúllas.

El 18-1-1629, el obispo Bernardo Caballero de Paredes otorgó licencia a la Compañía para instalarse en Alicante. Previamente, había consultado a los priores de los dominicos, carmelitas y agustinos, y a los guardianes de los capuchinos y franciscanos, con conventos en la ciudad, que no se opusieron. En febrero, Teófilo Berenguer y otros jesuitas se instalaron en la ermita de Nuestra Señora de la Esperanza, situada en la calle En Llop. Pero la primera residencia jesuítica de Alicante no quedó definitivamente establecida hasta el 15-6-1635, formada por el prior Berenguer y los sacerdotes Vicente Bojoni y Juan Bautista Gonzalo, a los que se unieron poco después los padres Vicente Bisse y Luis de Veraton, y el hermano Miguel Guinart. En diciembre, el provincial de la orden en Aragón nombró prior al padre Vicente Palau.

El Concejo municipal construyó un edificio en un solar aledaño a la residencia de los jesuitas, donde éstos abrieron en 1640 dos escuelas de Latinidad o Gramática, dirigidas por los padres Nicolás Berga y Ginés Berenguer, quienes cobraron de las arcas públicas 200 libras anuales. Uno de estos profesores empezó también a impartir clases de Arte a finales de 1644, si bien la cátedra no se constituyó hasta 1646, dirigida por el padre Tomás Lillo, que cobraba del municipio 40 libras anuales. Y en 1670 se creó la cátedra de Moral, regentada por el padre Martín Antolí (30 libras anuales).

En este mismo año de 1670 comenzó a construirse una iglesia aledaña a la residencia, cuyas obras dirigió el padre Bartolomé Pons. Los gastos fueron costeados con los bienes que la Compañía había ido acumulando y las limosnas recibidas del Ayuntamiento y particulares.

En enero de 1697 la residencia jesuítica quedó convertida en un colegio, llamado de Nuestra Señora de la Expectación, cuyo primer rector fue el padre Pedro Luqui. Pero las instalaciones eran precarias, por lo que se proyectó construir un nuevo edificio con destino a residencia y colegio. Un proyecto que no pudo realizarse hasta después de la Guerra de Sucesión.

En 1724, el colegio quedó bajo la protección de la Corona. El 9 de agosto, Felipe V se declaró patrono de la iglesia y del colegio, delegando para la toma de posesión en el caballero Antonio Rotlá Canicia, quien ordenó fijar en el altar mayor y en la portería las armas reales. El padre Francisco Frígola era a la sazón el rector. Estuvo acompañado en aquel solemne acto por los padres Joaquín Burguñó, Pablo Inglés, Xavier Maltés, Juan Monllor, Ignacio Lacruz y Andrés García.

Los jesuitas debían vivir de limosna, según la «Fórmula del Instituto» (documento fundacional de la orden), y así lo recordó en 1680 el provincial mediante una carta, recomendando a sus compañeros que saliesen a pedir a los vecinos, sobre todo en tiempos de cosecha. Pero justificaban la posesión de bienes raíces y censales en la necesidad de contar con ingresos económicos estables, para poder ejercer su labor educativa.

Estos bienes les llegaban principalmente por medio de donaciones y legados de particulares. Uno de estos bienhechores fue Marco Antonio Pascual Mingot, canónigo de San Nicolás y perteneciente a una de las familias más ricas de la ciudad, quien hizo construir varios edificios que entregó a la Compañía de Jesús, orden en la que ingresó, y a la que dejó en herencia un molino. También Pedro Burguñó favoreció a la Compañía, donándole las 1.000 libras con las que fue comprado el edificio que hacía esquina entre las calles San Agustín y de las Monjas. Un tercer ejemplo nos lo ofrece el jesuita Ignacio Rotlá Canicia, quien renunció en 1760 a una herencia en beneficio de su hermano Luis y su sobrino Antonio Canicia Pasqual, a cambio de que éstos se obligaran a pagar anual y perpetuamente, en concepto de limosna, mil reales para la celebración en el colegio jesuítico de la fiesta de San Francisco de Borja, obligación que heredarían sus descendientes.

Muchas de las casas y heredades que recibían los jesuitas generaban ingresos a través de arriendos. La mayoría de los arrendatarios eran labriegos (como Antonio Gozálbez, quien alquiló el 15-2-1662 un huerto que fuera del padre José Marsal, con casa, cenia y agua venida de la Fontsanta, por 220 libras anuales, pagaderas en dos plazos), a los que se les exigía el pago puntual del arriendo, so pena de ser demandados, tal como le ocurrió en 1627 a Jaime Esquerdo, labrador de San Juan.

Algunos de estos legados eran tan cuantiosos que tenían su propia administración. La primera fue la del padre Teófilo Berenguer, a la que siguió la de su hermano y heredero Martín. Otra fue la de Severino Claret, quien heredó en 1686 de su padre unos bienes con los que fundó una administración que rendía unas 500 libras anuales. Severino murió en Valencia el 4-8-1769, a los 77 años, 60 de los cuales los vivió como jesuita. Y otra administración fue la fundada por el ya citado canónigo Marco Antonio Pascual Mingot.

Estas donaciones acarrearon a los jesuitas alicantinos no pocos quebraderos de cabeza, en forma de pleitos que, en algunos casos, se alargaron durante décadas. La herencia de Teófilo Berenguer, por ejemplo, fue motivo de litigios judiciales durante bastante tiempo (al menos hasta 1699), litigios a los que no fue ajena la obra pía fundada por su hermano Martín, cuyos administradores todavía polemizaban con la Compañía de Jesús en 1721. Además, algunos de estos legados obligaban a los rectores jesuitas a satisfacer pagos puntuales, como los censos que durante la primera mitad del Setecientos tuvieron que hacer anualmente a la colegial de San Nicolás; o la pensión anual de 4 libras y 10 sueldos que debieron pagar (desde 1699 hasta su muerte, en 1724) a Francisca María de Llanos, esclava que fuera de Inés Llanos, porque así lo estipuló ésta en la administración de sus bienes, que dejó en herencia a la Compañía.

Pero los ingresos que se obtenían con las donaciones eran muy superiores a los gastos que tales bienes acarreaban.

Por otra parte, contaban los jesuitas con las ayudas procedentes del erario público. Ayudas que tampoco estuvieron exentas de polémica. Varias veces trató el Consejo municipal de reducir el dinero que destinaba para el mantenimiento de los profesores jesuitas o las celebraciones santorales, pero siempre se encontró con la intervención del rey a favor de los religiosos. Así ocurrió en 1653, cuando el Ayuntamiento le retiró a la Compañía el permiso para tener escuelas; y en 1664, cuando el monarca obligó a la ciudad a pagar la construcción de nuevas aulas para los jesuitas; y en 1725, cuando el rector Joaquín Burguñó reclamó al Consejo 4.000 pesos de atrasos y Felipe V ordenó su pago; y en 1747, cuando las deficientes cuentas municipales provocaron la reducción de salarios, incluidos los de los regidores, y se suprimieron 66 de las 270 libras que recibían los maestros jesuitas (manteniéndose las 16 libras y 16 sueldos que se entregaban anualmente para la fiesta de San Francisco Javier), pero que el rey hizo reponer con atrasos en 1758.

A pesar de todo, las relaciones entre regidores y jesuitas solían ser buenas. La labor educativa de los religiosos era valorada y reconocida por las autoridades locales, y los rectores procuraban mantener la concordia con memoriales como el enviado en 1700 por el padre Francisco Frígola al alcalde, proponiéndole hacer sonar las campanas de la iglesia de la Compañía cuando falleciera un regidor, acompañando a las de la iglesia parroquial, y que éstas sonaran también cuando el fallecido fuera un jesuita: «Y quedará assí con esta Hermandad mas estrechamente obligado el Colegio a las muchas honras que debe á VS.».

En 1725 se emprendió la construcción de la nueva residencia jesuítica y, cuatro décadas más tarde, dio comienzo la edificación de un nuevo templo, «ad maiorem Dei gloriam», según reza el lema de la Compañía («para mayor gloria de Dios»). Pero esta última obra quedó inconclusa, debido a la expulsión de los jesuitas del país, tal como veremos la semana que viene.

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