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Niños de hoy

Orejas de burro

Los sábados por la mañana voy a hacer la compra a un pequeño mercado de barrio en el que compraba mi madre. Con algunos tenderos se ha establecido una relación de confianza, por eso no me extrañó que la chica de la panadería, sabiendo que soy maestra, me hiciera un comentario sobre un tema de educación. Me dijo que un familiar suyo estaba muy satisfecho de llevar a su hija a una escuela en la que imponían a los niños un fuerte ritmo de aprendizaje, ya que, según su opinión, a los niños había que «apretarlos» para que rindieran al máximo.

Ella no estaba de acuerdo, pensaba que es mejor que no haya tanta exigencia, porque si a un niño se le «aprieta» demasiado, lo probable es que «se ahogue». O sea, que se ponga nervioso, apático, rebelde, que no atine a nada. Me preguntó cómo lo veía yo y, a modo de respuesta, le conté este hecho que habla por sí solo y que puede servir de ilustración a mi pensamiento.

El curso pasado se había incorporado a mi clase una niña nueva. Tenía cinco años, venía de fuera y se volvería a ir, sólo iba a estar con nosotros unos meses. La madre me había dicho que no le gustaba ir a la escuela y que solía temer que los demás niños le pegaran o se metieran con ella, porque no sabía defenderse. Sin embargo, la niña desde el primer día se mostró contenta, habladora, juguetona y sociable. Nos explicó cosas de su pueblo, de sus amigos y de su familia. Se incorporó sin problemas en una discusión que había en clase sobre si las hadas existían o no, argumentando acaloradamente su opinión: «A ver, ¿alguien de aquí ha visto un hada, una bruja o un esqueleto andando por la calle?... ¡Pues eso es porque no existen!». A la hora de ir al patio, salía con los compañeros ni más contenta, a la hora de jugar, disfrutaba muchísimo alabando los juegos, los juguetes, los disfraces o el tesoro, y si había que escuchar una lectura, hacer un teatro o recitar un poema, siempre se mostraba atenta e ilusionada.

Lo que sí que manifiestaba con claridad es una actitud de fuerte evitación hacia todo lo relacionado con el trabajo de representación en el papel. Le costaba empezar a dibujar, decía que no sabía, o me pedía que le señalara yo la silueta del dibujo para pintarlo por dentro. En los talleres, elegía los más parecidos a juegos o a experimentación, rehuyendo los de pintar, hacer collage, o recortar. Y si la tarea propuesta era dibujar un bosque, un león o un amigo, hacía las figuras pequeñísimas, sin apenas presionar en el folio, costaba verlas. En esos ratos perdía su naturalidad habitual, y se ponía seria, callada, e insegura, entregándome sus trabajos mirando hacia otro lado, como si temiera mi desaprobación.

Para poder entender lo que le pasaba y ayudarle a superar su temor, volví a entrevistarme con sus padres, y me comentaron que la maestra que había sido su tutora desde los tres años «apretaba» mucho, les ponía fichas todo el día y a su niña le decía que hacía todas las cosas mal, «para que se esforzara más». Con el fin de que me hiciera una idea del tipo de modelo educativo que la niña había vivido, me comentaron que era como si fuera una escuela antigua, (aunque la maestra no era mayor), que se funcionaba con tarea, disciplina y los conocidos premios y castigos, llegando en una ocasión hasta a ponerle «orejas de burro» a una compañera de su clase.

Después del vuelco que me supuso oír esto, me pareció que no había mucho más que indagar, porque lógicamente, la niña reaccionaba así para evitar aquellas situaciones que le generaban miedo, inseguridad y mal concepto de sí misma y sus capacidades. Invité, pues, a los padres a animarla y a valorarle sus trabajos, y también a protestar con contundencia ante esta penosa situación para que no se repitiera el curso próximo cuando la niña volviera al pueblo y fuera a parar a la misma escuela, porque no había otra?

Por mi parte, me dispuse a emplear todas las estrategias posibles para despertar en ella el deseo de experimentar con materiales atractivos, y así encontrarle el gusto a pintar sin asustarse plasmando en el papel sus vivencias, conocimientos e imaginaciones. Pegamos hojas, plumas, y «perlas». Pintamos con ceras, témperas, chocolate, café. Modelamos lobos, arañas y caracoles. Hicimos un autorretrato y un mural colectivo en el que participó distraída de su dificultad al verse entre el bullicio de los demás niños. Por fin un día dibujó un pájaro precioso, de buen tamaño, con rayas de colores y sin ningún susto aparente, y eso fue todo un acontecimiento en clase. Ella nos miraba aplaudirle, extrañada de ser la protagonista de una valoración tan sentida.

No nos dió tiempo a darle la vuelta del todo a sus miedos, sólo un poquito. Tampoco he sabido si logró olvidar el sufrimiento experimentado, ni si sus padres conseguirían frenar esta mala práctica tan perjudicial para la autoestima de los niños. Pero sí sé que entre todos tenemos que intentar que estas cosas no pasen, porque lo importante no es que los niños pinten o no pinten, sino que, en aras a una supuesta motivación extra de cara a su mejor aprovechamiento escolar, se les subestime, o se les ataque con éstas u otras dañinas «apreturas».

Y a mí que ya se me habían olvidado las «orejas de burro»... Ojalá esto no haya sido más que una anécdota excepcional.

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