Empezaba a cerrarse la noche cuando los vecinos del barrio supieron del milagro que se había producido. Muchos de ellos acudieron, entre escépticos y sorprendidos, hasta la casa número 1 de la calle de San Miguel, y los que conseguían entrar hasta el dormitorio donde reposaba el muchacho, se lo quedaban mirando boquiabiertos y callados, o quizá murmurando alguna oración con que conjurar cualquier hechizo que pudiera permanecer agitándose, invisible, acechante y silencioso, alrededor del chico. Algunos de ellos lo habían velado aquella noche en esta misma habitación; muchos otros habían visto cómo una carroza lo llevaba dentro del ataúd o lo habían acompañado hasta el cementerio de San Blas. ¿Cómo era posible que ahora, apenas un par de horas más tarde, estuviese de vuelta en su casa, de nuevo agonizante, pero vivo?

Paquito era el único hijo de Francisco Marco y Adela Pablo. Formaban una familia humilde, pero unida. El padre ganaba el sustento de los suyos desempeñando cualquier trabajo que estuviera a su alcance: conserje de la Casa de Socorro, sacristán de la iglesia de San Francisco, obrero de una fábrica, vendedor ambulante?, ayudado desde hacía un par de años por su hijo, que trabajaba también en lo que podía.

Paquito había nacido en 1902. Fue a la escuela hasta los 10 años y había sido monaguillo. Dejó la escuela a los 14 para empezar a trabajar, pero siguió estudiando música, de manera autodidacta y especializándose en instrumentos de cuerda. Trabajó en casa de don Juan Montoro, en la calle de los Ángeles; en la cocina del café Diana; en el café Español; de pinche en el hotel Victoria; vendiendo carbón; y últimamente en el estudio fotográfico de don Juan Gisbert Ambit. En su tiempo libre se dedicaba a tocar el bandolín, la bandurria o la guitarra con un grupo de amigos.

Durante la última víspera de San Francisco, Paquito organizó una serenata con sus amigos, pero no pudo terminarla porque empezó a sentirse enfermo. Hacía unos días que no se encontraba bien, que le dolía la cabeza y tenía algo de fiebre, pero ahora le ardía todo el cuerpo, tosía y le costaba respirar. Cuando aquella noche del 3 al 4 de octubre de 1918, con 16 años, Paquito se encamó, no sospechaba que esa enfermedad acabaría metiéndole en un ataúd.

El médico le visitó a la mañana siguiente y le diagnosticó fiebre tifoidea. Tenía todos los síntomas: fiebre muy alta, de casi 40 grados, que le producía delirios, cefalea, la lengua tostada, pequeñas úlceras en el paladar, diarrea? Cuando Adela le enseñó las últimas deposiciones, de color verdoso y olor parecido al de puré de guisantes, el facultativo no tuvo dudas de cuál era el mal que había invadido al chico. Sin embargo, no reparó en las moscas que revoloteaban alrededor del orinal, verdaderas causantes de la infección, al transmitir las bacterias de la salmonela desde las heces a los alimentos.

A pesar de que Adela le suministró puntualmente las medicinas que le había recetado el médico, Paquito fue empeorando a lo largo de las semanas siguientes, hasta el punto de que sus amigos no tuvieron más remedio que dejar de visitarle. Si en los primeros días intentaban animarle contándole las últimas novedades o recordándole anécdotas, durante la segunda semana les costó sonreír mientras permanecían sentados alrededor de la cama (incluso el Galinche, el mejor amigo de Paquito y el más gracioso del grupo, le observaba serio y con mirada circunspecta), y en la tercera ya ni siquiera entraban a verle, quedándose en la salita con sus padres, pues el enfermo estaba casi todo el tiempo dormido.

Una noche, Adela se encontró con que su hijo no daba señales de vida. Estaba rígido, boquiabierto, frío. Un alarido de dolor alertó a su marido y a los vecinos, que acudieron presurosos con ánimo de consolar y de ayudar. Unos minutos más tarde, el mismo facultativo que le había tratado, firmó el certificado de defunción de Francisco Marco Pablo, después de auscultarle.

Un par de vecinas amortajaron el cuerpo de Paquito con su ropa de domingo y comenzó el velatorio. Parientes, amigos y vecinos visitaron la casa mortuoria hasta la tarde del día siguiente. Llegó un telegrama remitido por el hermano de Adela, en el que avisaba de que llegaría a Alicante a media tarde, y pedía que no enterraran a su sobrino sin que antes pudiera él darle un beso de despedida. Pero el ataúd, sencillo y forrado de paño negro, en el que habían metido el cuerpo de Paquito, fue tapado a las cuatro de aquella tarde y cargado en el coche fúnebre. Varias decenas de personas acompañaron el féretro por las calles alicantinas hasta el cementerio de San Blas.

Una vez en la entrada del camposanto, Adela le rogó a Santonja, el conserje del cementerio, que permitiera tener un rato el ataúd en el depósito, hasta que llegara su hermano, que quería despedirse de Paquito, antes de que lo enterraran. Santonja aceptó, pero al cabo de una hora empezó a impacientarse. Anochecía, se acercaba la hora de cerrar el camposanto, y había que proceder a la inhumación. El tren en el que venía el hermano de Adela se retrasó, como era habitual, pero él llegó por fin al cementerio a tiempo de despedirse de su sobrino. Destaparon el ataúd y, al besar a Paquito, notó que no estaba todo lo frío que cabía esperar en un cuerpo que lleva finado casi un día. Le tocó un brazo, y comprobó que no estaba rígido. Incluso creyó ver cómo los dedos de una mano le temblaban ligeramente. Paquito tenía los ojos cerrados y no parecía respirar, pero su tío llegó a la conclusión de que todavía estaba vivo. Lo cogió en brazos y, guiado por un empleado del cementerio, y acompañado por los familiares y amigos que esperaban para asistir al entierro, lo llevó hasta la cercana casa del reverendo, en medio de un guirigay creciente.

Ya dentro de la casa, el cuerpo del chico fue envuelto con mantas y acostado en una cama. Conforme transcurrían los minutos, su rostro empezó a recuperar algo de color y su pulso, aunque débil, fue tomando presencia, tal como comprobó el reverendo presionando una de sus muñecas.

Anocheciendo, Paquito fue llevado a su casa en un automóvil. La noticia de su regreso causó un gran impacto entre sus vecinos, que acudieron a verle como peregrinos.

El doctor Rico, avisado por los padres, reconoció a Paquito cuando ya era casi medianoche. Confirmó su enfermedad: tifus abdominal, y le recetó una medicación urgente. A Francisco y Adela les dijo que un 99% de su hijo todavía estaba en el cementerio, y a continuación les instó a que fuesen escrupulosos en el suministro de la medicación, en la higiene y en la alimentación.

Poco a poco, Paquito volvió a la vida. Tardó nueve meses en recuperarse. Tan larga convalecencia supuso un grave quebranto económico para la familia, pues a la falta del ingreso que aportaba el chico con su trabajo, se unieron los gastos en medicación, pero salieron adelante.

Francisco Marco Pablo se hizo mayor, se casó y tuvo dos hijos. Formó parte de casi todas las agrupaciones musicales de la ciudad (Rondalla de Rafael, Musical de Chapí, Antonio Ferri, La Wagneriana?). Su primogénito también fue músico. Como su padre, tocaba todos los instrumentos de cuerda, y la batería en un conjunto de jazz.

En 1955, el periodista Eusebio Roncero Cano quiso recordar a los lectores de INFORMACIÓN la experiencia que había vivido Paco Marco Pablo, cuando su tío le libró de que le enterrasen vivo. Una experiencia ya olvidada para casi todo el mundo, menos para Paco, claro está, que a sus 53 años conservaba el ataúd donde iba a ser enterrado a los 17 en su casa, situada en la plaza del Carmen. Amable y tímido, respondió a todas las preguntas que le hizo Roncero en aquella entrevista, publicada el 23 de marzo.

Paco falleció de verdad a los 59 años. Fue enterrado el 4 de agosto de 1961 en la fosa señalada con el número 10, fila 6, del cuadro 10, del actual cementerio municipal de Alicante.

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